domingo, 1 de marzo de 2009

Los modos generales del pensamiento oriental (II)

Principios de unidad de las civilizaciones orientales (I)


Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental: hasta se podría decir que su unidad, que descansa siempre naturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen cierta conformidad mental, no es ya verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio, principio que también le falta a esta misma civilización desde que rompió, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era precisamente para ella el principio esencial, y que la hizo en la Edad Media, lo que se llamó la "Cristiandad". La intelectualidad occidental no podía tener a su disposición, en los límites en que se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de otro orden que fuese susceptible de sustituirse a aquél; creemos que tal elemento no podía, fuera de las excepciones incapaces de generalizarse en este medio, concebirse más que de modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, como raza, es, según dijimos, demasiado vaga y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización. Se corría el peligro pues, desde entonces, de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, en efecto, a partir del momento en que fue rota la unidad fundamental de la "Cristiandad" es cuando se constituyeron en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y disminuidas de las "nacionalidades". Pero Europa conservó, sin embargo, hasta en su desviación mental, y como a pesar de ella, el sello de la formación única que recibiera durante el curso de los siglos precedentes; las mismas influencias que habían acarreado la desviación se ejercieron por todas partes de modo semejante, aunque en grados diversos; resultó otra vez una mentalidad común, y una civilización que permaneció común a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuese por lo demás, iba a estar desde entonces, si puede decirse así, al servicio de una "ausencia de principio" que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener seguramente que este era el precio del progreso material hacia el cual ha tendido exclusivamente desde entonces el mundo occidental porque hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea de ello lo que fuere, era realmente, a nuestro juicio, pagar muy caro ese progreso tan ensalzado.

Este resumen muy somero permite comprender, en primer lugar, por qué no puede haber en Oriente nada que sea comparable a lo que son las naciones occidentales: es que, en suma, la aparición de las nacionalidades en una civilización es el signo de una disolución parcial que resulta de la pérdida de lo que hacía su unidad profunda. Sólo el Japón, anormal en esto como en casi todo lo demás, pudo tener algunas razones para constituirse en nación; no estando unido a ninguna civilización más general, y no teniendo sino una extensión comparable a la de la mayoría de los Estados europeos, era por otra parte el único que podía hacerlo impunemente. En el mismo Occidente, lo repetimos, la concepción de la nacionalidad es cosa esencialmente moderna; no podía encontrarse nada análogo en todo lo que había existido antes, ni las ciudades griegos ni el imperio romano, surgido por lo demás de las extensiones sucesivas de la ciudad original, o sus prolongaciones medievales más o menos directas, ni las confederaciones o las ligas de pueblos a la manera celta, ni siquiera los Estados organizados según el tipo feudal.



Continúa...
Renè Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

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