viernes, 13 de febrero de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (VII) - Merlín


Estos eran los jefes y el número de sus fuerzas. El duque de Cambenet trajo cinco mil jinetes armados. El rey Brandegoris prometió cinco mil. El rey Clarivaus de Northumberland tres mil; el joven rey de los Cien Caballeros contribuyó con cuatro mil jinetes. El rey Uryens de Gore trajo seis mil, el rey Cradilment cinco mil, el rey Nentres cinco mil, el rey Carados cinco mil y, finalmente, el rey Anguyshaunce de Irlanda prometió traer cinco mil jinetes. Por fin, el ejército del norte llegó a tener cincuenta mil hombres armados a caballo y diez mil peones bien armados. Los enemigos del norte no tardaron en reunirse y avanzar hacia el sur, despachando exploradores que precedían la marcha. No lejos del Bosque de Bedgrayne, llegaron a un castillo y lo cercaron, y luego dejando hombres suficientes para mantener el sitio, el grueso del ejército prosiguió hacia donde acampaba el rey Arturo.

Las avanzadas del rey Arturo se encontraron con los exploradores del norte y los capturaron, y los exploradores fueron obligados a revelar en qué dirección marchaba la hueste enemiga. Se despacharon hombres para incendiar y asolar los campos por los que avanzaría el ejército enemigo, de modo que no obtuviera víveres ni forraje.

En este momento el joven rey de los Cien Caballeros tuvo un sueño prodigioso y lo reveló a los demás. Soñó que un viento espantoso devastaba la tierra, derribando ciudades y castillos, y que lo seguía una marejada que arrastraba todo a su paso. Los señores que escucharon el sueño dijeron que era el presagio de una batalla grandiosa y definitiva.

El viento y la ola destructora del sueño del joven caballero configuraban un símbolo de lo que todos presentían: que el resultado de la batalla decidiría si Arturo iba a ser rey de Inglaterra para gobernar todo el reino con paz y justicia, o si el caos creado por los reyezuelos mezquinos y pendencieros prolongaría la desdichada oscuridad que aquejaba al reino desde la muerte de Uther Pendragon.

Como el enemigo lo superaba en número, el rey Arturo y sus aliados franceses consideraron cómo enfrentar a las huestes del norte. Merlín colaboró con ellos para planear la batalla. Cuando los exploradores informaron del trayecto seguido por el enemigo y el lugar donde habrían de pernoctar Merlín argumentó que debían atacarlos esa noche, pues una fuerza móvil y pequeña tiene ventajas sobre un ejército en reposo vencido por las fatigas de la marcha.

Entonces Arturo y Ban y Bors, en compañía de caballeros esforzados y de confianza, partieron sigilosamente y a media noche lanzaron un ataque contra el somnoliento adversario. Pero los centinelas dieron la alarma y los caballeros del norte lucharon desesperadamente por montar a caballo y defenderse, mientras los hombres de Arturo irrumpían en el campamento, cortaban las cuerdas de las tiendas y sembraban la desolación. Pero los once señores eran militares expertos y disciplinados. Rápidamente ordenaron a sus tropas y apretaron sus filas, y la lucha continuó encarnizadamente en la oscuridad. Esa noche murieron diez mil hombres de mérito, pero al cernirse el alba los señores del norte lograron abrir una brecha en las filas del rey Arturo, quien emprendió la retirada para dar descanso a su gente y disponer nuevos planes de batalla.

Ahora podemos recurrir al plan que he preparado -dijo Merlín-. En el bosque hay ocultos diez millares de hombres de refresco. Que el rey Arturo conduzca a sus hombres a la vista de la hueste enemiga. Cuando ellos vean que sois solo veinte mil contra sus cincuenta mil, se alegrarán y se confiarán en exceso y penetraran por el estrecho pasaje donde vuestras fuerzas más pequeñas podrán enfrentarlos en pie de igualdad.

Los tres reyes aprobaron el plan de batalla y ocuparon sus puestos.

A la luz del crepúsculo, cuando ambos ejércitos pudieron contemplarse mutuamente, los hombres del norte se regocijaron al ver cuán escasas eran las fuerzas de Arturo. Entonces Ulfius y Brastias iniciaron el ataque con tres millares de hombres. Arremetieron fieramente contra el ejército del norte, golpeando a diestro y siniestro y causando grandes estragos en el enemigo. Los once señores, al ver que tan pocos hombres hendían tan profundamente sus filas, sintieron meguada su honra y organizaron un encarnizado contraataque.

En medio del combate sir Ulfius perdió el caballo, pero embrazó el escudo y continuó luchando a pie. El duque Estance de Cambenet se abalanzó sobre Ulfius para ultimarlo, pero sir Brastias vio a su amigo en peligro y desafió a Estance. Chocaron con tal fuerza que ambos fueron arrancados de su montura y las rodillas de sus caballos se quebraron hasta el hueso mientras los dos hombres caían aturdidos al suelo. Entonces sir Kay y seis caballeros abrieron una cuña en las filas enemigas, hasta que los once señores se les opusieron y Gryfflet y sir Lucas el Mayordomo fueron derribados. Entonces la batalla se convirtió en un confuso torbellino de alaridos, cargas y caballeros en lucha, y cada hombre escogía un enemigo y se trataba con él en singular combate.

Sir Kay vio que Gryfflet seguía peleando con agilidad y rapidez. Derribó al rey Nentres, le llevó el caballo a Gryfflet y lo ayudó a montar. Con la misma lanza, sir Kay tocó al rey Lot, abriéndole una herida. Al ver esto, el joven rey de los Cien Caballeros acometió contra sir Kay y lo tumbó y le quitó el caballo dándoselo al rey Lot.

Así proseguía la batalla pues era orgullo y deber de todo caballero socorrer y defender a sus amigos, y un caballero armado a pie corría doble peligro a causa del peso de su armadura. El furor de la batalla crecía sin que ningún bando cediera terreno. Grifflet vio a sus amigos sir Kay y sir Lucas sin montura y les devolvió el favor. Escogió al buen caballero sir Pynnel y con su enorme lanza lo arrojó fuera de la silla, cediéndole el caballo a sir Kay. La lucha continuaba y muchos hombres caían de sus monturas que a su vez pasaban a manos de otros caballeros derribados anteriormente. Entonces los once señores rebeldes se vieron colmados de furia y frustración, pues su ejército más numeroso no podía abrirse paso hacia Arturo y sufría grandes pérdidas en muertos y heridos.

Entonces el rey Arturo se lanzó al combate con ojos fieros y fulgurantes y vio a Brastias y Ulfius caídos y en gran peligro de sus vidas, pues estaban apresados en el arnés de sus caballos heridos y hostigados por el golpeteo de los cascos. Arturo arremetió contra sir Gradylment como un león y su lanza penetró el flanco izquierdo del caballero. Tomó las riendas y le cedió el caballo a Ulfius diciéndole, con ese humor feroz y solemne típico de los hombres de guerra:

-Amigo mío creo que más te valdría ir a caballo. Házme el favor de usar éste.

-En buena hora -replicó Ulfius-. Gracias, mi señor.

Luego Arturo se arrojó al combate repartiendo mandobles y volviendo grupas a uno y otro lado, luchando con tal destreza que los hombres lo observaban maravillados.


Continúa...
John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

No hay comentarios: