viernes, 20 de febrero de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (V)

Algunos me amaron, dándome mucho más de lo que tenía derecho a exigir y aun a esperar de ellos; me dieron su muerte y a veces su vida. Y el dios que llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.

Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a la vez más libre y más sumiso de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre. Maldicen sus grillos; a veces parecería que se jactan de ellos. Por lo demás su tiempo transcurre en vanas licencias; no saben urdir para sí mismos el más ligero yugo. En cuanto a mí busqué la libertad más que el poder, y el poder tan solo porque en parte favorecia la libertad. No me interesaba una filosofía de la libertad humana (todos los que la intentan me hastían) sino una técnica; quería hallar la charnela donde nuestra voluntad se articula con el destino, donde la disciplina secunda a la naturaleza en vez de frenarla. Compréndeme bien: no se trata de la dura voluntad del estoico cuyo poder estimas exageradamente, ni tampoco de una elección o una negativa abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, formado de objetos y de cuerpos. Soñé con una aquiescencia más secreta o una buena voluntad más flexible. La vida era para mí un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero solo después de haberlo adiestrado. Como en definitiva todo es una decisión del espíritu, aunque lenta e insensible, que entraña a sí mismo la adhesión del cuerpo, me esforzaba por alcanzar gradualmente ese estado de libertad -o de sumisión- casi puro. La gimnástica me ayudaba a ello; la dialéctica no me perjudicaba. Busqué primero una simple libertad de vacaciones, de momentos libres. Toda vida bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir. Fui más allá; imaginé una libertad simultánea, en la que dos acciones, dos estrados, serían posibles al mismo tiempo; tomando por modelo a César, aprendí a dictar diversos textos a la vez, y a hablar mientras seguía leyendo. Inventé un modo de vida en el que podía cumplirse perfectamente la tarea más pesada sin una tregua total; llegué aun a proponerme eliminar la noción física de fatiga. En otros momentos me ejercitaba en practicar una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, debían poder ser interrumpidos a cada instante y luego reanudados; la certidumbre de poder ahuyentarlos o llamarlos como a esclavos les quitaba toda posibilidad de tiranía, y a mí todo sentimiento de servidumbre. Hice más: ordené todo un día en torno a una idea escogida, que no debía abandonarme nunca; cuanto hubiera podido desanimarme o distraerme, los proyectos o trabajos de otro orden, las palabras vanas, los mil incidentes de la jornada, se apoyaban en esa idea como los pámpanos en un fuste de columna. Otras veces en cambio, dividía al infinito: cada pensamiento, cada hecho, era objeto de una segmentación, de un seccionamiento en múltiples pensamientos o hechos más pequeños, de manejo más fácil. Las resoluciones difíciles se desmigajaban así en un polvillo de decisiones minúsculas tomadas una a una, determinándose consecutivamente, y por ello tan inevitables como fáciles.

Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad de aquiescencia, la más ardua de todas. Asumí mi estado, y mi condición; en mis años de dependencia, la sujeción perdía lo que pudiera tener de amargo o aun de indigno, si aceptaba ver en ello un ejercicio útil. Elegía lo que tenía, exigiéndome tan solo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplían sin esfuerzo a poco que me apasionara por ellos. Tan pronto un objeto me repugnaba, lo convertía en tema de estudio, esforzándome hábilmente a extraer de él un motivo de alegría. Frente a un suceso imprevisto o casi desesperado, una emboscada o una tempestad en el mar, una vez adoptadas todas las medidas concernientes a los demás me consagraba a festejar el azar, a gozar de lo que me traía de inesperado; la emboscada o la tormenta se integraban sin esfuerzo en mis planes o en mis ensueños. Aun en la hora de mi peor desastre, he visto llegar el momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que yo lo hacía mío al aceptarlo. Si alguna vez me toca sufrir la tortura -y sin duda la enfermedad se encargará de someterme a ella-, no estoy seguro de conservar mucho tiempo la impasibilidad de un Trasea, pero al menos me quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Y en esta forma, con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia extrema y prudentes concesiones, he llegado finalmente a aceptarme a mí mismo.



Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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