viernes, 13 de febrero de 2009

La prisionera (V)



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Sin sentirme enamorado lo más mínimo de Albertine, sin hacer figurar entre los placeres los momentos que pasábamos juntos, yo seguía preocupado por su empleo del tiempo; cierto es que yo había huido de Balbec para estar seguro de que no vería a tal o cual persona con la que pudiera entregarse -temía yo- a sus malas inclinaciones, tal vez riéndose de mí, que había intentado hábilmente acabar de un solo golpe -con mi partida- con todas aquellas malas relaciones y Albertine tenía tal fuerza de pasividad, tal facultad para olvidar y someterse, que aquellas relaciones se habían acabado, en efecto, y la fobia que me atormentaba se había curado, pero esta puede revestir tantas formas como el mal incierto que es su objeto. Mientras mis celos no se habían reencarnado en otras personas, había yo temido, después de mis pasados sufrimientos, un intervalo de calma, pero a una enfermedad crónica el menor pretexto le sirve para renacer, como por lo demás, al vicio de la persona que es la causa de dichos celos puede servir la menor pasión para ejercerse de nuevo -después de una tregua de castidad- con personas diferentes. Yo había podido separar a Albertine de sus cómplices y con ello exorcisar mis alucinaciones; si bien se le podía hacer olvidar a las personas, volver breves sus apegos, su gusto del placer era también crónico y tal vez solo esperara una ocasión para darle rienda suelta. Ahora bien, París brinda tantas como Balbec.



En cualquier ciudad en la que se encontrara, Albertine no necesitaba buscar, pues el mal no estaba en ella sola, sino también en otras para quienes cualquier ocasión de placer es buena. Una mirada de una, enseguida entendida por la otra, acerca a las dos hambrientas y a una mujer hábil le resulta fácil aparentar no ver y cinco minutos después dirigirse hacia esa persona, que ha entendido y la ha esperado en una calle transversal, y con dos palabras concertar una cita. ¿Quién lo sabrá jamás? Y resultaba muy sencillo a Albertine decirme, para continuara el asunto, que deseaba volver a ver determinado punto de los alrededores de París que le había gustado. Por eso, bastaba conque volviera demasiado tarde, que su paseo hubiese durado un tiempo inexplicable, aunque tal vez demasiado fácil de explicar sin invocar razón sensual alguna, para que mi mal renaciese, vinculado esta vez a representaciones que no eran de Balbec y que me esforzaría por destruir, como las anteriores, como si la destrucción de una causa efímera pudiera entrañar la de un mal congénito. No me daba yo cuenta de que en aquellas destrucciones, en las que tenía de cómplice -en Albertine- su facultad para cambiar, su capacidad para olvidar, casi para odiar, el objeto reciente de su amor, causaba yo a veces un dolor profundo a tal o cual de esas personas desconocidas con quienes ellas había obtenido sucesivamente placer y de que causaba en vano ese dolor, pues serían abandonadas pero sustituidas y, paralelamente al camino jalonado por tantos abandonos que ella cometería a la ligera, se seguiría para mí otro despiadado, apenas interrumpido, por respiros muy breves, de modo que si hubiera reflexionado, mi sufrimiento no podría acabar sino con Albertine o conmigo. Incluso en los primeros tiempos de nuestra llegada a París, insatisfecho con las informaciones que Andrée y el conductor me habían brindado sobre los paseos que daban con mi amiga, los alrededores de París me habían parecido tan crueles como los de Balbec y me había marchado unos días de viaje con Albertine, pero la incertidumbre sobre lo que ella hacía era en todas partes la misma, igualmente numerosas las posibilidades de que se tratara de sus malas inclinaciones y aun más difícil la vigilancia, por lo que había vuelto con ella a París. En realidad al abandonar Balbec, había yo creido abandonar Gomorra, arrancar de ella a Albertine, pero Gomorra estaba -¡ay!- dispersa por los cuatro confines del mundo y, a medias por celos y por ignorancia a medias de esos gozos -caso que resulta muy poco común, había yo decidido, sin saberlo, aquel juego del escondite en el que Albertine siempre se me escaparía.



La interrogaba de sopetón: "¡Ah! A propósito Albertine, ¿estoy soñando? ¿no me habías dicho que conocías a Gilberte Swann?". "Sí, es decir, que me habló en clase porque tenía los cuadernos de Historia de Francia, estuvo muy amable incluso me los prestó y yo se los devolví en cuanto la vi". "¿Tiene esas inclinaciones que no me gustan?". "Oh, no, todo lo contrario".



Pero, en lugar de entregarme a ese tipo de charlas investigadoras yo dedicaba con frecuencia a imaginar el paseo de Albertine las fuerzas que no empleaba para darlo y hablaba a mi amiga con ese entusiasmo que conservan los proyectos no ejecutados. Expresaba tal deseo de ir a ver de nuevo determinada vidriera de la Sainte Chapelle, tal pesar por no poder hacerlo con ella sola, que ella me contestaba con ternura: "Pero, mi amor, puesto que parece gustarte tanto, haz un pequeño esfuerzo, ven con nosotras. Esperaremos todo lo que quieras, aunque sea tarde, hasta que estés listo. Por lo demás, si te divierte tanto estar solo conmigo, basta con devolver a Andrée a casa, ya vendrá en otra ocasión". Pero aquellos ruegos mismos para que saliera se sumaban a la calma que me permitía permanecer en casa. Yo no pensaba en que la apatía que entrañaba descargar, así, en Andrée o en el conductor la tarea de calmar mi agitación dejándolos vigilar a Albertine anquilosaba en mí, volvía inertes, todos esos movimientos imaginativos de la inteligencia, todas esas inspiraciones de la voluntad que ayudaban a adivinar, a impedir, lo que va a hacer una persona. Era tanto más peligroso cuanto que por naturaleza el mundo de las posibilidades me ha resultado siempre más abierto que el de la contingencia real. Ayuda a conocer el alma pero nos dejamos engañar por los individuos. Mis celos nacían en forma de imágenes por un sufrimiento, no en virtud de una probabilidad. Ahora bien, en la vida de los hombres y en la de los pueblos puede haber -e iba a haber un día en la mía- un momento en que necesitamos tener dentro un prefecto de policía y un diplomático con ideas clara, un jefe de la seguridad quien en lugar de pensar en las posibilidades que encierra el espacio hasta los cuatro puntos cardinales razona con precisión y de dice: "Si Alemania declara eso, es que se propone hacer tal otra cosa, no algo impreciso, sino muy concretamente esto o aquello, que tal vez ya haya iniciado". "Si determinada persona ha huido, no ha sido hacia las metas a, b, d, sino hacia la meta c y el lugar en el que debemos hacer nuestras pesquisas es... etc." Dejé -¡ay!- que esa facultad que no estaba demasiado desarrollada en mí se embotara, perdiera sus fuerzas, desapareciese al habituarme a estar tranquilo, en vista de que otros se ocupaban de vigilar por mí. En cuanto a la razón de este deseo, me habría resultado decírsela a Albertine. Yo le decía que el médico me ordenaba guardar cama. No era cierto y, aunque lo hubiese sido, sus prescripciones no habrían podido impedirme acompañar a mi amiga. Le pedía que me permitiera no acompañarla a ella y a Andrée. Voy a decir solo una de las razones, que se debía a la prudencia. En cuanto salía con Albertine, por poco que estuviera un instante sin mí, me sentía inquieto, me figuraba que tal vez hubiese hablado -o simplemente hubiera mirado a alguien. Si no estaba ella de un humor excelente, yo pensaba que la obligaba a abandonar o aplazar un proyecto. La realidad es siempre un simple punto de partida hacia algo desconocido por cuya vía podemos avanzar muy poco. Vale más no sabe, pensar lo menos posible, no brindar a los celos el menor detalle concreto. Lamentablemente, a falta de la vida exterior, la anterior propicia incidentes; a falta de los paseos de Albertine, los azares encontrados en las reflexiones que hacía yo solo me brindaban a veces esos pequeños fragmentos de la realidad que atraen hacia sí -al modo de un amante- un poco de lo desconocido que, por esa razón, se vuelve doloroso. De nada sirve vivir bajo el equivalente de una campana neumática, las asociaciones de ideas, los recuerdos, siguen funcionando.

Pero aquellos choques internos no se producían enseguida; apenas se había marchado Albertine para su paseo, cuando yo me sentía vivificado, aunque solo fuera durante unos instantes, por las exaltantes virtudes de la soledad. Disfrutaba de la parte que me correspondía en los placeres del día iniciado; el deseo arbitrario -la veleidad caprichosa y puramente mía- de sabotearlos no habría bastado para ponerlos a mi alcance, si el tiempo especial que hacía no me hubiera afirmado -además de evocar sus imágenes pasadas- la realidad actual, inmediatamente accesible a todos los hombres a los que una circunstancia contingente y, por tanto, desdeñable no forzaba a permanecer en su casa. Ciertos días hermosos, hacía tanto frío, estábamos en comunicación tan intensa con la calle, que las paredes de la casa parecían haberse desunido y, siempre que pasaba el tranvía, un timbre resonaba como lo habría hecho un cuchillo de plata al golpear una casa de vidrio, pero sobre todo en mí oía yo, embriagado, un sonido nuevo producido por el violín interior, sus cuerdas se aprietan o se distienden por simples diferencias de la temperatura, de la luz, exteriores. En nuestro ser, instrumento que la uniformidad de la costumbre ha vuelto mudo, el canto naces de esos desfases, de esas variaciones, fuente de toda música: el tiempo que hace ciertos días nos hace pasar sobre todo de una nota a otra. Recuperamos la melodía olvidada cuya necesidad matemática habríamos podido adivinar y que durante los primeros instantes cantamos sin conocerla. Solo estas modificaciones internas, aunque procedentes del exterior renovaban para mí el mundo exterior. Puertas de comunicación durante mucho tiempo condenadas volvían a abrirse en mi cerebro. La vida de ciertas ciudades, la alegría de ciertos paseos volvían a ocupar su lugar en mí. Estremeciénome todo yo en torno a la cuerda vibrante, habría sacrificado mi apagada vida de otro tiempo y mi vida futura, sometidas a la goma de borrar de la costumbre, por aquel estado tan particular.



Continúa...

Marcel Proust, La prisionera

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