miércoles, 11 de febrero de 2009

La taberna de la Historia (XII)

El agua del bautismo


No digamos que esta sea una plaza, sino un lugar milagroso de encuentro: la catedral, el bautisterio y el campanil o campanario. Ocurre lo mismo en muchas ciudades de Italia, pero no con tanta belleza como en Florencia. El campanil es la más alta vara de azucena, visible a leguas de distancia, eje en torno al cual giran las horas de la ciudad y se desprenden de la flor de las campanas. Es la torre de Giotto, gótica por los cuatro costados, de mármol rosa y verde pálido. Hay que verlas desde los puentes del Arno, desde las colinas de Fiésole, o san Miniato. Al lado, en cuerpo aparte, Santa María de las Flores, la catedral, vasta fábrica hecha para sostener la cúpula de rojo encendido que hace de la ciudad un pequeño mundo en torno a la amapola de Brunelleschi. Frente a la catedral, un ancho espacio, y al fondo el bautisterio. Poliedro celeste, con las paredes de mármoles blancos y verde aceituna. Sobre la piedra cándida, una geometría tan oscura que parece negra. Bajo el techo de nieve, el pequeño templo se levanta donde en tiempos de paganos se veneraba a Venus; se entra y en las paredes se lee en imágenes la historia sagrada. Dos enormes puertas de oro cierran éste, el más bello estuche de fuente bautismal alguna.

Quienes se mueven por este campo religioso son muchachos, ahora vivaces ingenios de atrevidos diálogos, van de las bodegas a las fondas o las logias, se cruzan con comerciantes, notarios, filósofos, eclesiásticos. Se llaman Leonardo, Miguel Ángel, Boticelli, Ghirlandaio... Enre ellos, y en parecidas andanzas, pasará saludándolos o simplemente cambiando miradas pasajeras, Amérigo Vespucci: ¡todos son amigos de la casa! Pero un 18 de marzo, el de 1453, lunes, llegaba de la barriada de Ognisanti un grupo familiar a cumplir la ceremonia de bautizar a un recién nacido. Como todos se conocían, y se andaba por la mitad de la calle, si algún jinete no ocupaba el centro de la vía, iban despacio, cambiando saludos y mostrando la risueña o llorosa cara de la criatura. Linda composición la de este grupo, y al fondo el campanil y la iglesia: el lirio de Giotto, la amapola de Brunelleschi... Abiertas estaban las dos hojas de la Puerta del Paraíso, como dijo Miguel Ángel cuando vio terminadas las páginas, todas de imágenes, que Ghiberti, después de fundirlas en bronce, cubrió de gruesa lámina de oro. Para llegar al paraíso tendría que entrar por el bautisterio de Florencia...

Entero estaba ese día Brunelleschi, el de la cúpula. Solo le quedaba un año de vida. Pasó el tiempo. Miguel Ángel proyectó la de San Pedro, pasmo hoy del mundo. Pero él dijo este juicio final sobre las dos maravillas: haré la de San Pedro mucho más grande. Y sin embargo... la de Florencia será para siempre la más bella. Entró el grupito al bautisterio. ¿Quiénes son estos cristianos? Nadie lo pregunta. Todos lo saben. Son los Vespucci. Vespucci viene de avispa, y nadie ignora de las mieles y cera de estos eminópteros de temible aguijón que cuando lo clavan hacen llorar. El cielo estaba azul, y la plaza toda claridad. Stagio el notario y Monna Lisa, su mujer, padres de la criatura, todavía pueden verse pintados, por Ghirlandaio, en la iglesia de los Vespucci: la de Ognisanti. Ahí también, retratados la bella Simonetta -mujer de Marcos- y san Antonio y los tíos, y el propio bautizado el 18 de marzo, que ya cuando entra en la pintura tendrá 16 años...

Pero nadie sabe lo que está ocurriendo. Ni el propio párroco que derrama el agua sobre el niño. Ni los padres y los tíos que lo acompañan. Todo esto es simbólico. Parece un milagro. En esta familia había hecho su nido un nombre -que lo tuvo el abuelo- traído de las comarcas alemanas: Amérigo... El párroco dice lo de siempre: Yo te bautizo, Amérigo... ¡Y estaba dándole al niño el nombre, que por él, tendría un Mundo Nuevo!... ¡América presentida, anunciada en la fuente misma del paraíso, a cuarenta pasos del campanil de Giotto, delante de la catedral donde colocó la cúpula roja Brunelleschi y donde Miguel Ángel montó el divino enterramiento! No ha habido en todos los tiempos comarca alguna que reciba un nombre en una cuna más linda y más dorada... La astronomía, entonces, estaba en pañales en el Viejo Mundo. Pero la astrología apuntaba en sus presagios maravillas como esta, insuperables.


Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

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