sábado, 21 de febrero de 2009

La Taberna de la Historia (XIII)


El torneo del siglo


Lo recordó así Amerigo, el florentino:

Vuelvo los ojos a la Florencia de mi juventud y de mi casa y no me explico porqué vine a parar en un marino. Los florentinos no hacen sino hablar, y yo fuí creciendo entre disputas de poetas y pintores, políticos y clérigos, mercaderes y las lindas más lindas de Florencia. De los tres Vespucci que promovían polémicas cada día, Stagio, mi padre, el notario, solía ser el ingenioso que con los de su brigada amanecía de farra cantándoles a las bellas, Giorgio Antonio quería que yo siguiera su ejemplo, llegando a canónigo de la catedral, dialogando con los griegos de la Academia y alternando la lectura de Platón con la de Dante, la de Boccaccio con la de Aristóteles. Guido Antonio giraba alrededor de las empresas de Lorenzo, y acabó llevándome de secretario de embajada. Pero cuando la suerte hizo de la loggia de mi casa un infiernillo delicioso fue en vísperas del gran torneo. Entonces se hablaba de todo a la expectativa de una fiesta.

Yo salía en la mañana para ver cómo se armaban los palcos en la piazza della Santa Croce y regresaba para encontrar a Simonetta y sus amigas preparando trajes y tocados. Algo ocurría con los Vespucci que sabían el gran secreto de la fiesta y nuestra casa parecía el centro de Florencia. No era raro que llegara Giuliano a discutir con Sandro y con Angelo Poliziano sobre cosas de sedas, terciopelos y brocados. Giuliano, era de los dos Médici el más alegre y humano. Recuerdo que un día le entregó a Simonetta un soneto que la noche anterior había compuesto para cantar su belleza. A la hora de la colación léelo tú, le dijo a Poliziano. Angelo se sintió halagado por semejante distinción y nunca antes puso al recitar los suyos el calor que en los versos de quien iba a ser el grande del torneo. Simonetta donde ponía la mirada, despertaba fuego de amor. Esto lo sabíamos todos. La bella se coloreó en su tímido rubor... y volvió a mirarme como para apoyarse en mi adolescencia soñadora. Poliziano lo diría cuando llegara el tiempo de describir el torneo. Se me clava en el corazón una saeta, salida del mirar de Simonetta. Lo pone en labios de Giuliano: Ch'io ho nel cuor una saetta degli occhi della bella Simonetta...

Sandro pasaba de las telas que iban a ser las del traje de Simonetta a los damascos para el de Giuliano, como si estuviera documentándose para los retratos que de él y de ella haría en La primavera. Yo ví como nacieron estas cosas, bajo la mirada benévola de mi tío el canónigo, o la de Guido Antonio, que ya podía tenerme en la imaginación como su secretario para la misión en París...

Que se dé cuenta de todo esto mi amigo don Cristóbal para que entienda cómo fue milagro que acabara por ser un marino, quien quizá ha debido ser un pintor más de la escuela florentina. Sandro Botticelli y Domenico Ghirlandaio y Piero di Cósimo y hasta Leonardo estaban más cerca de mi casa que los humanistas y señores de la escuela de Lorenzo, el amo de la república. A Giuliano estaba haciéndole Donatello el escudo para el torneo, y yo vi los dibujos que le había adelantado. A veces, Sandro que estaba pintando para nuestra iglesia de San Agustín -con nuestro escudo en la cornisa- se hacía a un lado para conversar con mi tío el canónigo, sobre el retrato. Ghirlandaio me miraba y miraba a Simonetta y al tío y a mi padre y a mi madre porque todos íbamos a quedar en la pintura de nuestra iglesia, en este cuadro enorme de Nuestra Señora de la Misericordia que coloca a toda la familia bajo su manto. Eran fugaces escapadas del tema del gran torneo, que retomábamos con el calor de acercarnos a la gran fiesta... en que Giuliano iba a declararse el vencedor.

Pero el secreto en que estábamos iniciados unos pocos, me lo dijo Simonetta en un momento. Giuliano pensaba entrar al torneo con toda su belleza viril de luchador romántico, montado sobre la riqueza fabulosa de gualdrapas guarnecidas de piedras y brocados, con el escudo de Donatello en el brazo. Volvería la mirada de gladiador formidable sobre toda Florencia apretada en los estrados y detendría el fuego de sus ojos en la dama a quien ofrecería la victoria y la victoria fue. La dama -lo imaginaban Sandro y Angelo, el poeta- era... ¿Quién lo olvida? La Bella Simonetta, Simonetta la nuestra, la genovesa de los Vespucci en Florencia.



Continúa...
Germán Arciniegas, La Taberna de la Historia

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