sábado, 28 de febrero de 2009

La prisionera (VI)

Aunque yo no había ido a acompañar a Albertine en su largo recorrido, mi mente vagabundearía aún más precisamente y, por haberme negado a saborear con mis sentidos aquella mañana, gozaba con la imaginación de todas las mañanas semejantes, pasadas o posibles, más exactamente de cierto tipo de mañanas cuya simple aparición intermitente eran todas de la misma clase y que yo había reconocido al instante, pues el aire terso pasaba por sí solo las páginas necesarias y yo encontraba -enteramente indicado delante de mí, para que pudiera seguirlo desde mi cama- el evangelio del día. Aquella mañana ideal colmaba mi espíritu de realidad permanente, idéntica a todas las mañanas semejantes, y me comunicaba una alegría que mi estado de debilidad no disminuía: como el bienestar es mucho más resultado de nuestra buena salud que del excedente no empleado de nuestras fuerzas, podemos alcanzarlo -tanto como aumentando éstas- limitando nuestra actividad. Aquella que desbordaba en mí y que yo mantenía en potencia en mi cama me hacía sobresaltarme, saltar interiormente, como una máquina que, al no poder cambiar de sitio, gira sobre sí misma.

Francoise venía a encender el fuego y, para que prendiera, le arrojaba algunas ramitas cuyo olor, olvidado durante el verano, describía en torno a la chimenea un círculo mágico en el que, al verme a mí mismo leyendo ora en Combray ora en Doncières, me sentía tan feliz permaneciendo en mi cuarto de París como si hubiera estado a punto de salir de paseo por la parte de Meseglise o de volver a ver a Saint-Loup y sus amigos, de servicio en maniobras. Con frecuencia ocurre que el placer que sienten todos los hombres, al repasar los recuerdos que su memoria ha coleccionado, es más intenso, por ejemplo, en aquellos a quienes la tiranía del mal físico y la esperanza cotidiana de su curación privan, por una parte de ir a buscar en la naturaleza cuadros que se parezcan a dichos recuerdos y, por otra, infunden bastante esperanza de que pronto podrían hacerlo, para permanecer respecto de ellos embargados de deseo, de apetito, y no considerarlos solo como recuerdos, como cuadros, pero, aunque solo pudieran podido ser eso jamás para mí y aunque hubiese podido yo, al recordarlos, volver a verlos tan solo, de repente rehacían en mí, de mí entero, en virtud de una sensación idéntica, al niño, al adolescente, que los había visto. No solo había habido un cambio de tiempo fuera o una modificación de olores en el cuarto sino también una diferencia de edad en mí, una sustitución personal. El olor en el aire helado de las ramitas era como un trozo del pasado, una banquisa invisible separada de un invierno antiguo que se acercaba en mi cuarto, con frecuencia estriada, por lo demás, por determinado perfume, determinado resplandor, como en años diferentes en los que me veía sumido de nuevo, invadido, antes incluso de que los hubiera identificado, por el alborozo de esperanzas abandonadas desde hacía mucho. El sol llegaba hasta mi cama y atravesada el tabique transparente de mi cuerpo adelgazado, me calentaba, me ponía ardiente como un cristal. Entonces me preguntaba yo -convaleciente hambriento que se alimenta ya con todos los manjares que aún le deniegan- si casarme con Albertine echaría a perder mi vida, tanto haciendo asumir la tarea, demasiado pesada para mí, de consagrarme a otra persona como forzándome a vivir ausente de mí mismo con su contínua presencia y privándome para siempre de los gozos de la soledad y no solo de éstos. Aún no pidiendo al día otra cosa que deseos, hay algunos -los provocados no por las cosas sino por las personas- que se caracterizan por ser individuales. Por eso, si, al levantarme de la cama, iba a apartar un momento la cortina de mi ventana, no era solo como un músico al abrir por un instante su piano y para comprobar si en el balcón y en la calle estaba la luz del sol en el mismo diapasón exactamente que en mi recuerdo, sino también para divisar a alguna lavandera con delantal azul, a una lechera con peto y mangas de tela blanca que sostenía el gancho del que colgaban las garrafas de leche, a alguna niña rubia y orgullosa que seguí a su institutriz, una imagen, en una palabra, que las diferencias de líneas tal vez cuantitativamente insignificantes bastaban para volver tan distinta de cualquier otra como en una frase musical la diferencia de dos notas y sin cuya visión habría empobrecido mi día al carecer de los objetivos que podía proponer a mis deseos de felicidad, pero, si bien el colmo del gozo brindado por la visión de las mujeres imposibles de imaginar a priori me volvía más deseables, más dignos de ser explorados, la calle, la ciudad, el mundo, por esa misma razón me infundía el deseo ardiente de casarme, de salir y ser -sin Albertine- libre. ¡Cuántas veces sufrí en el momento en que la mujer desconocida con la que yo iba a soñar pasaba por delante de mi casa -ora a pie ora con toda la velocidad de su automóvil-, la imposibilidad de mi cuerpo para seguir a mi mirada que la alcanzaba y -tras caer sobre ella como lanzado desde el vano de mi ventana por un arcabuz- detener la huída del rostro en el que me esperaba el sufrimiento de una felicidad que, enclaustrado así nunca disfrutaría!



Continúa...
Marcel Proust, La prisionera

No hay comentarios: