viernes, 20 de febrero de 2009

El viejo y el mar (XIII)

Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una lucha fiera, desesperada y llena de pánico que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo el muchacho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca que el viejo había tenido que cortar el sedal con la cola que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y áspero borde, y la golpeó en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos, y luego, cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. Era hermoso. Era hermoso, recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.

Es lo más triste que he visto jamás en ellos, pensó. El muchacho había sentido también tristezas y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre enseguida.

-Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo, y se acomodó contra las redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: allá donde el pez hubiese elegido.

Por mi traición ha tenido que tomar una decisión, pensó el viejo.

Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos el uno para el otro y así ha sido desde mediodía. Y nadie que venga a valernos ni a él ni a mí.

Tal vez yo no debiera haber sido pescador, pensó. Pero para eso he nacido. Tengo que recordar sin falta comerme el bonito tan pronto como sea de día.

Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que la varilla se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote.

En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban empatados.

Tan pronto como sea de día, pensó, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel catalán y los anzuelos y alambres. Esto puede reemplazarlo. Pero este pez, ¿quién lo reemplazará? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué pez habrá sido el que acaba de picar. Podía ser una aguja, o un emperador, o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que desahacerme de él demasiado pronto.

En voz alta dijo:

-Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.

Pero el muchacho no está contigo, pensó. No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad, y empalmar los dos rollos de reserva.

Y así lo hizo. Fue difícil en la oscuridad y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y secó antes de llegar a la barbilla y el hombre volvió a la proa y se apoyó contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros, y asegurándolo contra éstos tanteó con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad de la barca.


Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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