viernes, 6 de febrero de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (IV)

No era muy querido. No había ninguna razón para que lo fuera. Ciertos rasgos, por ejemplo, la afición a las artes, que pasaban inadvertidos en el colegial de Atenas y que cedían más o menos en el emperador, resultaban incómodos en el oficial y el magistrado en los primeros peldaños de la autoridad. Mi helenismo se prestaba a las sonrisas, tanto más que yo lo exhibía y lo disimulaba alternativamente. En el senado me llamaban el estudiante griego. Empezaba a tener mi leyenda, ese extraño reflejo centelleante nacido a medias de nuestras acciones y a medias de lo que el vulgo piensa de ellas. Los litigantes impudentes me delegaban sus mujeres si sabían de mi aventura con la esposa de un senador, o sus hijos cuando yo proclamaba alocadamente mi pasión por algún joven mimo. Confundir a esas gentes con mi indiferencia me resultaba un placer. Los más lamentables eran los que me hablaban de literatura para congraciarse conmigo. La técnica que debía elaborar en aquellos puestos mediocres me sirvió más tarde para mis audiencias imperiales. Volcarse íntegramente en cada uno durante la breve duración de la entrevista, hacer del mundo una tabla rasa donde en ese momento solo existe cierto banquero, cierto veterano, cierta viuda; acordar a esas personas tan variadas -aunque encerradas en los estrechos límites de alguna especie- toda la atención cortés que en los mejores momentos nos acordamos a nosotros mismos, y verlos así infaliblemente aprovechar de esa facilidad para engreírse como la rana de la fábula; y, finalmente, consagrar seriamente algunos instantes a su problema o a su negocio. Aquello seguía siendo el consultorio del médico. Ponía al desnudo viejos odios aterradores, una lepra de mentiras. Maridos contra esposas, padres contra hijos, colaterales contra todo el mundo; el poco respeto que tenía personalmente por la institución de la familia no resistió a ese desfile.


No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en una suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor. Este asesino toca bien la flauta, este contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. A la búsqueda de esas virtudes fragmentarias diré aquí lo que decía antes, voluptuosamente, de la búsqueda de la belleza. He conocido seres infinitamente más nobles, más perfectos que yo, como Antonino, tu padre; he frecuentado a no pocos héroes, y también a algunos sabios. En la mayoría de los hombre encontré inconsistencia para el bien; no los creo más consistentes para el mal; su desconfianza, su indiferencia más o menos hostil cedía demasiado pronto, casi vergonzosamente, y se convertía demasiado fácilmente en gratitud y respeto, que tampoco duraban mucho; aun su egoísmo podía ser aplicado a finalidades útiles. Me asombra que tan pocos me hayan odiado; solo he tenido dos o tres enemigos encarnizados, de los cuales y como siempre yo era en parte responsable.


Continúa...

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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