miércoles, 4 de febrero de 2009

La prisionera (IV)

Albertine, aun en el ámbito de las tonterías, se expresaba de forma muy diferente de la niña que había sido hace unos años, en Balbec. Llegaba hasta el extremo de declarar, a propósito de un acontecimiento político que censuraba: "Me parece estupendo, y no sé si no fue hacia aquella época cuando aprendió a decir, para significar que un libro le parecía mal escrito: "Es interesante, pero, hay que ver, está escrito como con los pies".

La prohibición de entrar en mi alcoba, antes de que yo hubiera llamado al timbre, la divertía mucho. Como había adquirido nuestra costumbre familiar de las citas y utilizaba las de obras de teatro que había interpretado en el colegio de monjas y que, según le había dicho yo me gustaban, me comparaba siempre con Asuero:


Y la muerte es el precio de todo audaz
Que sin ser llamado se presenta a sus ojos.
Nada protege contra esta orden fatal,
Ni el rango ni el sexo y el crimen es igual.

Yo misma...
Estoy a esa ley como otra sometida
Y sin avisarlo es necesario, para hablarle,
Que me busque o al menos que me mande llamar.


Físicamente, había cambiado también. Sus largos ojos azules -más alargados- no habían conservado la misma forma; tenían el mismo color, pero parecían haber pasado al estilo líquido. De tal modo que, cuando los cerraba era como cuando con las cortinas se impide ver el mar. Seguramente esa parte de ella era sobre todo la que recordaba yo, todas las noches, al separarme de ella. Pues, por ejemplo, todas las mañanas, la ondulación de su pelo me causó, al contrario, la misma sorpresa durante mucho tiempo que algo nuevo, que no hubiera visto nunca, y, sin embargo, ¿acaso hay algo más bello que esa corona ensortijada de violetas negras por encima de la mirada risueña de una muchacha? La sonrisa ofrece más amistad, pero los caracolillos barnizados de los cabellos en flor, más emparentados con la carne, cuya transposición en olitas parecen, atrapan más el deseo.

Nada más entrar en mi alcoba, saltaba a la cama y a veces se ponía a caracterizar mi inteligencia, juraba, presa de un arrebato sincero, que prefería morir a separarse de mí: eran los días en que me había yo afeitado antes de dejarla entrar. Era de esas mujeres que no saben distinguir la razón de lo que sienten. Explican el placer que les causa un cutis fresco mediante las cualidades morales de aquel que les parece prometer una felicidad para su futuro, capaz, por lo demás de disminuir y llegar a ser menos necesario a medida que nos dejamos crecer la barba.

Yo le preguntaba adónde pensaba ir. "Creo que Andrée quiere llevarme a las Buttes-Chaumont, que no conozco." Cierto es que me resultaba imposible adivinar entre tantas otras palabras si bajo aquéllas se escondía una mentira. Por lo demás tenía confianza en Andrée para que me dijera todos los lugares a los que iba con Albertine. En Balbec, cuando me había sentido demasiado cansado de Albertine, había pensado decir, mendaz, a Andrée: "Mi querida Andrée, ¡si al menos te hubiera vuelto a ver antes! A ti es a la que habría amado, pero ahora mi corazón está preso de otra. Aun así, podríamos vernos mucho, pues mi amor a otra me causa grandes pesares y me ayudarías a consolarme". Ahora bien, estas mismas palabras de mentira se habían vuelto verdad a tres semanas de distancia. Tal vez Andrée hubiera creído en París, que era, en efecto, una mentira y que yo la amaba, como lo habría querido seguramente en Balbec, pues la verdad cambia tanto para nosotros, que a los demás les cuesta reconocerse en ella y, como yo sabía que me contaría todo lo que hubieran hecho Albertine y ella, le habría yo pedido -y ella habría aceptado- venir a buscarla casi todos los días. Así, podría yo permanecer, despreocupado en casa y aquel prestigio de Andrée de ser una de las muchachas de la pandilla me hacía confiar en que obtendría todo lo que yo quisiera de Albertine. La verdad es que habría podido decirle ahora de verdad que era apta para tranquilizarme.

Por otra parte, mi elección de Andrée -que resultaba estar en París, tras haber renunciado a su proyecto de volver a Balbec- como guía de mi amiga se había debido al deseo de que Albertine me contara el afecto que su amigo había sentido por mí en Balbec, en un momento en el que yo temía, al contrario, aburrirla y, si lo hubiera sabido entonces tal vez habría sido Andrée a la que habría amado. "¡Cómo! ¿No lo sabías?", me dijo Albertine. "Pues bromeábamos al respecto entre nosotras. Por lo demás, ¿no notaste que había empezado a adoptar tus maneras de hablar, de razonar? Sobre todo, cuando acababa de dejarte, era palpable. No necesitaba decir si acababa de verte, se veía al primer segundo. Nos mirábamos entre nosotras y nos reíamos. Parecía un carbonero que quiere aparentar que no lo es, estando todo negro. Un molinero no necesita decir que lo es: se ve toda la harina que lleva encima, se ve aún el lugar ocupado por los sacos que ha cargado. Con Andrée ocurría lo mismo, movía las cejas como tú y después su alto cuello, en fin, no sé cómo decirte. Cuando cojo un libro que ha estado en su alcoba puedo leerlo fuera, pero, de todos modos, se sabe que procede de tu casa, porque conserva algo de tus inmundas fumigaciones. Es una nadería, no sé qué decirte, pero una nadería que resulta bastante grata. Siempre que alguien había hablado amistosamente de ti y había parecido hacerte mucho caso, Andrée estaba arrobada."

Pese a todo, para evitar que preparan algo sin que yo me enterase, yo aconsejaba que dejaran por aquel día las Buttes-Chaumont y fueran, mejor, a Saint-Claude o a otro sitio.

No es, desde luego, que yo amara -de sobra lo sabía- a Albertine lo más mínimo. El amor tal vez no es otra cosa que la propagación de esos remolinos que, a consecuencia de una emoción conmueven el alma. Algunos habían conmovido mi alma entera, cuando Albertine me había hablado en Balbec de la srta. Vinteuil, pero ahora se habían detenido. Yo ya no amaba a Albertine, pues ya no me quedaba nada del sufrimiento -ahora curado- que había sentido en el tren-tranvía en Balbec, al enterarme de cuál había sido su adolescencia, en la que tal vez hubiera habido visitas a Montjouvain. Yo había pensado durante demasiado tiempo al respecto y ya estaba curado, pero a veces ciertas formas de hablar de Albertine me hacían suponer -no sé porqué- que debía de haber recibido en su vida, aun tan corta, muchos cumplidos y declaraciones y con gusto o, lo que es lo mismo, con sensualidad. Así, decía a propósito de cualquier cosa: "¿De verdad? ¿Lo dices en serio?". Desde luego, si hubiera dicho, como una Odette: "¿Es cierto de verdad esa gran mentira?", no me habría preocupado pues la propia ridiculez de esa fórmula se hubiera debido a una estúpida trivialidad de talante femenino, pero su expresión interrogativa: "¿En serio?", daba, por una parte la extraña impresión de un ser que no puede darse cuenta de las cosas por sí misma, que necesita para ello nuestro testimonio, como si no contara con las mismas facultades que nosotros (le decían: "Hace una hora que nos hemos marchado", "Llueve", y preguntaba: "¿De verdad?"). Lamentablemente esa falta de facilidad para darse cuenta por sí misma de los fenómenos exteriores no debía ser, por otra parte, el verdadero origen de "¿de verdad? ¿lo dices en serio?". Parecía más bien que esas palabras habrían sido por su nubilidad precoz respuestas a : "Ya sabes que no he conocido nunca a nadie tan precioso como tú", "ya sabes que siento un gran amor por ti, que estoy en un estado de excitación terrible", afirmaciones a las que respondían con una modestia coquetamente consentidora, aquellos "De verdad? "¿lo dices en serio?", que ya solo servían a Albertine para responder con una pregunta a una afirmación mía como esta: "Has dormitado más de una hora". "¿De verdad?"


Continúa...
Marcel Proust, La prisionera

No hay comentarios: