viernes, 16 de enero de 2009

De la magia erótica al amor romántico (I)


El amor romántico nació en la Edad Media

Invitamos al lector a viajar con nosotros en busca de una clave perdida de la historia europea. No se trata de un enigma trivial. Atañe a los orígenes de la pasión amorosa tal como la vivimos y concebimos en nuestros días. ¿Cuándo, dónde y cómo nació esta idea del amor como un bien espiritual valioso por sí mismo, al margen de la función procreadora, el contrato matrimonial y la institución familiar?

El amor individual, como lo concebimos hoy -con los derechos morales y jurídicos que le concede la cultura moderna-, no existía en la Edad Media. Aquella sociedad no reconocía en las relaciones de pareja sino la institución matrimonial. Pero ésta nada tenía que ver con las preferencias personales de los contrayentes. La boda era negocio, alianza familiar y transacción. Ningún papel tenía en esto lo que llamamos amor, estar enamorado o sentirse especialmente atraído. Y fuera del matrimonio el sexo podía acabar en los tribunales fácilmente. La mujer estaba sometida al marido y era un medio de placer para éste. Ella no contaba. Ni siquiera era decente que experimentara placer.

Lo demás era pecado y perversión, castigados hasta con la muerte, o tolerados como mal menor, sobre todo en relación al varón. Para designar el sexo extramatrimonial se empleaban nombres como 'cabalgada' o 'poner la pierna', expresión evocadora del derecho feudal de pernada. Pero la ley no contemplaba ningún sentimiento. La mujer pertenecía al marido y éste podía matarla o castigarla como creyera oportuno en caso de adulterio; en el Fuero Real español de 1255, podía incluso disponer libremente de los bienes de ella y el amante en el caso de cumplir el requisito de matarlos a ambos. El estupro y la violación eran conductas habituales y la promiscuidad constituía la norma. Las relaciones eran bastante brutales y los varones disfrutaban de una permisividad especial que iba desde lupanares a casas de baño que eran burdeles. Mientras la mujer incurría en el grave delito de 'adulterio' si tenía amante, lo del varón no pasaba de ser 'amancebamiento'.

Y, sin embargo, entonces nació el amor...

La meta de nuestra aventura es la región meridional de la actual Francia durante la baja Edad Media. El territorio que nos disponemos a explorar con nuestra nave capaz de trasladarse en el tiempo se extendía al sur del río Loira, hasta los Pirineos, y desde el norte de Italia a la costa Atlántica. El tiempo corresponde a los siglos en que tuvieron lugar las cruzadas; el nacimiento, apogeo y disolución de la Orden del Temple; los primeros pasos de la nueva Europa de los estados nacionales; y la consagración de las lenguas vernáculas. Castellano, italiano, francés, catalán y galaico-portugués, dieron a esa época sus primeros frutos con la Chanson de Roland y el Roman de la Rose -que fundaron la literatura francesa-, el Cántico al Sol, de san Francisco de Asís -piedra angular de la italiana-, las Cantigas de amigo galaico-portuguesas- y el Cantar del mio Cid, que constituyen la primera obra literaria conocida en castellano.

Mientras tanto, en la Occitania del mediodía francés alcanzaba la plenitud de su madurez el provenzal -también llamado lengua de Oc, distinta del idioma de Oil que hablaba el norte de francés-, entonces la más elaborada de las lenguas romances, nacidas de la evolución del latín rústico que hablaba el pueblo llano. En aquellos días nació el primer balbuceo de los idiomas neolatinos que actualmente habla medio continente.

Esta próspera y amplia región, que incluía el norte español en su zona de influencia, constituía entonces un amplio país con identidad propia. Allí se sitúan las fuentes de toda poesía posterior: el manantial invisible del que nació el caudal ininterrumpido de una cultura y una tradición literaria que llega hasta hoy. Entre sus confines también se escogieron los ecos gaélicos del legado de los bardos celtas, la sabiduría de los antiguos druidas, las leyendas del ciclo del Santo Grial y los Caballeros de la Mesa Redonda y el mítico rey Arturo. Estamos en las mismas tierras donde se erigían los grandes bastiones fortificados de los templarios, donde floreció el estilo gótico, prosperó la herejía albigense y la Inquisición encendió las hogueras que convirtieron en cenizas a la religión de los cátaros.

Viajamos por lo tanto, al lugar más civilizado de una Europa que va del siglo XI al XIV.

En ese paisaje, crecientemente abrupto a medida que progresamos hacia el sur desde el Loira se encuentra el objetivo de nuestra pesquisa. No hemos elegido al azar ni el territorio ni la época a los cuales dirigimos nuestra máquina de viajar en el tiempo. En esos y en esa geografía surgió el prerrenacimiento espiritual de nuestro continente, con su mitología, su sensibilidad y sus señas de identidad propias, y también nuestra cultura amorosa.

Denis Rougemont, en su libro El amor y Occidente (ed. Kairós, 1993), muestra que ésta fue la fuente y la matriz del amor romántico. No solo en tanto pasión desdichada por no ser correspondida, o por no poder realizarse como consecuencia de impedimentos sociales de todo tipo sino, sobre todo, por involucrar a los amantes en un sentimiento situado por encima de cualquier otra consideración o justificación al afecto mismo.

Esta pasión no conoce otra razón para vivir que la unión con la persona amada. Los enamorados no tienen alternativa: la fuerza irresistible del deseo manda sobre la razón y cualquier otro interés de la índole que sea: económica, social, ideológica o moral. Para Romeo no hay existencia posible sin Julieta, como para ella no es concebible vivir sin Romeo. El destino les negará la realización de su deseo de unirse y ambos deciden entonces quitarse la vida como rebelión extrema contra ese destino.

Este sentimiento, como toda la mitología amorosa moderna -desde el 'flechazo' del amor a primera vista al carácter irreemplazable de la persona amada- nació precisamente en la época que decidimos visitar.

No es difícil rehacer la crónica de los hechos que conforman esta fascinante historia, pero lo es hallar una explicación convincente a determinadas preguntas: ¿por qué apareció todo en este tiempo y lugar? ¿qué fuerzas produjeron esa eclosión cultural?

Abordar el reto de descifrar un enigma requiere, en primer lugar, hacerse cargo de su entorno. Si se trata de saber quién es el asesino en una intriga policiaca nada podremos descubrir sin estudiar la escena del crimen y tomar buena nota de todas las circunstancias. Con los misterios históricos sucede lo mismo. De alguna forma debemos morir al rol de viajeros del tiempo y trasladarnos al lugar y la época en que tuvo lugar esa intriga concreta que deseamos desentrañar. En los dos casos el trabajo pasa por desenredar una espesa madeja de hilos enmarañados y casi siempre partimos del cabo suelto de uno de estos para aplicarnos a la labor con prolija paciencia.

Por supuesto, la labor no se limita a recomponer una figura reconocible con los trozos de un rompecabezas que los años y las pugnas del drama histórico dispersaron en fragmentos aislados. Dicha figura bordada sobre el tapiz recompuesto aun es maya, realidad ilusoria de los sentidos. Su clave secreta no se halla en las imágenes que representan la trama del tejido sino en los nudos ocultos en su revés y la sostienen.

Con la finalidad de identificar estas claves, emprenderemos nuestro viaje. Cuando la nave que tripulamos se detiene, el reloj de a bordo identifica que nos encontramos en pleno siglo XII. Nos apresuramos a mirar el exterior con nuestras potentes cámaras y lo primero que vemos, a través de la ventana tan abierta de su castillo son dos caballeros disputando una partida de ajedrez.

Pongamos a prueba nuestras dotes detectivescas. El primer cabo suelto que nos brinda el azaroso punto de aterrizaje de nuestra nave parece muy insignificante. ¿Qué secreto puede esconder una partida de ajedrez? En esta situación muchos investigadores se limitarían a orientar sus ingenios de observación en otras direcciones más prometedoras.

Sin embargo, el buscador ha aprendido por experiencia que nada es intrascendente, en 'la escena del crimen'. Sabe que en su oficio resulta vital ser metódico, observar y tomar nota sin prejuicios. Por eso, en lugar de reorientar los aparatos examina detenidamente la escena que tiene ante los ojos. Pronto detecta un detalle que le llama poderosamente la atención. En sus incursiones a tiempos anteriores ya había visto difundirse en Europa ese juego en su forma primitiva. Sin embargo, las reglas que siguen estos caballeros del siglo XII son algo diferentes. En el juego detecta algo nuevo que no existía antes. En su cuaderno de campo anota entonces la primera observación de nuestro viaje y expresa su descubrimiento en forma de pregunta.


Continúa...
Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

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