domingo, 11 de enero de 2009

Inventario de salida

11 de enero de 2009
Por Alfredo Molano Bravo
El Espectador, Bogotá


"Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos), hay alguno que ya nunca abriré", escribió Borges cuando cumplió 50 años. No renunció, sin embargo, a su biblioteca, que poco a poco dejó de ver para siempre.

Yo, más viejo hoy que cuando el poeta escribió Límites, llegué a la triste conclusión de que ya no leeré sino algunos libros de los que se acumulan silenciosos pero amenazantes en los estantes de mi biblioteca. Confieso que leí mucho menos de lo que creí necesario para entender el mundo.

Compré muchos más de los que podía leer y lo hice engañándome con el cuento de que "son de consulta"; acepté otros que me regalaron con la peregrina idea de que algún día podría necesitarlos, y robé docenas en mi juventud para hojearlos y presumir en alguna reunión de conocer títulos y autores.

Me acerco a la edad de botar, obsequiar, depositar, pero en todo caso sacar de mi casa, libros que me pesan y me contabilizan. Comenzaré por desocupar los anaqueles en que se empolvan los informes oficiales. Casi todos inútiles, casi todos jactanciosos y todos mal editados. Alguno escrito por mí: Historia de la educación en Colombia. (Cuando le mostré un ejemplar a mi mamá comentó sin más: pero si sumercé no se sabe sentar a la mesa). Botaré los folletos sobre la Revolución Cultural China, los libros de Stalin, y los de Kim Il Sum. Nunca los leí. Dejaré algún texto de Mao y otro de Lenin, como para recordar que fui joven. No saldré de la Segunda Declaración de la Habana ni de El Capital.

Tampoco de un librito de Bakunin. Guardaré los tres tomos de Isaac Deutcher sobre Trotsky, magistral profecía. No tocaré los textos de Braudel sobre el Mediterráneo, ni los de Pierre Vilar sobre Cataluña y menos los de Vicent Vives sobre España. Pero podría sacrificar Economía y Sociedad de Weber. La Historia de las drogas de Escohotado la volveré a leer lo mismo que Qué es torear de Corrochano. No saldré de un solo libro sobre la historia de nuestro atormentado país, ni siquiera algunos de los que últimamente se publican como investigaciones periodísticas sobre algún suceso trascendente o intrascendente y que son pésimas compilaciones hechas con la revolucionaria metodología del copy and paste.

Las crónicas de viaje a Cachemira, Alaska, al Orinoco, al Quindío, o a cualquier región del mundo, ocuparán el lugar reservado hasta hoy a los grandes y pesados libros de mesa que nunca muestran nada desagradable ni cuentan ninguna tragedia. Steinbeck, todo Steinbeck, todo Rulfo, toda Margarite Yourcenar, y la poesía —la que me he leído y aquella que no me he leído; la que he entendido o me ha sido inaccesible, aquella con la que he amado— seguirán donde siempre han estado.

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