viernes, 16 de enero de 2009

El viejo y el mar (X)

Ahora no podía ver el verdor de la costa; sólo las cimas de las colinas azules que asomaban blancas como si estuvieran coronadas de nieve, y las nubes parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy oscuro y la luz hacía prismas en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por el alto sol y el viejo sólo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de profundidad y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.

Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie y sólo distinguían entre ellos por sus nombres reales cuando venían a cambiarlos por carnada. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuerte y el viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello y sentía, el sudor que le corría por la espalda mientras remaba.

Pudiera dejarme ir a la deriva pensó, y dormir y echar un lazo al dedo gordo del pie y despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días y tengo que aprovechar el tiempo.

Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas verdes se sumergía vivamente.

-Si -dijo-. Sí. -Y montó los remos sin golpear el bote.

Cogió el sedal y lo sujetó suavemente entre el índice y el pulgar de la derecha. No sintió tensión ni peso y aguantó ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido ni fuerte, y el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo que era. Cien brazas más abajo una aguja estaba comiendo las sardinas que cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del pequeño bonito.

El viejo sujetó delicada y suavemente el sedal y con la mano izquierda lo soltó de la varilla verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna tensión.

A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme, pensó el viejo. Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas. Están de lo más frescas; y tú, ahí, a seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a comerlas.

Sentía el leve y delicado tirar y luego un tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego, nada.

-Vamos, ven -dijo el viejo en voz alta-. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora y luego tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas tímido pez. Cómetelas.

Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilando y vigilando los otros al mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y suave tracción.

-Lo cogerá -dijo el viejo en voz alta-. Dios lo ayude a cogerlo.

No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.

-No puede haberse ido -dijo-. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una vuelta. Es posible que se haya enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.

Luego notó un suave contacto en el sedal y se sintió feliz.

-No fue más que una vuelta -dijo-. Lo cogerá.

Era feliz sintiendo tirar suavemente y luego tuvo la sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso del pez y dejó que el sedal se deslizara abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía, deslizándose nuevamente entre los dedos del viejo, todavía podía sentir el gran peso, aunque la presión de su índice y su pulgar era casi imperceptible.

-¡Qué pez! -dijo-. Lo lleva atravesado en la boca y se está yendo con él.

Luego tirará y se lo tragará, pensó. No dijo esto porque no sabía que cuando uno dice una cosa buena puede ser que no ocurra. Sabía que este era un pez enorme y se lo imaginaba alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en aumento y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.

-Lo ha cogido -dijo. Ahora dejaré que se lo coma a su gusto.



Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

No hay comentarios: