viernes, 2 de enero de 2009

Los crímenes de la rue Morgue (VIII)

(Ver capítulos anteriores en el interior del blog)


La edición de la tarde del periódico afirmaba que todo el quartier Saint-Roch era presa de la mayor excitación, que la zona en cuestión había sido cuidadosamente registrada y realizados nuevos interrogatorios a los testigos, sin ningún resultado. Una nota final, sin embargo, mencionaba que Adolphe Le Bon había sido arrestado y encarcelado, aunque nada parecía incriminarle más allá de los hechos ya detallados.

Dupin parecía singularmente interesado en los progresos de este asunto o al menos así lo juzgué por su actitud porque no hizo el menor comentario. Solo fue tras el anuncio de que Le Bon había sido encarcelado que me pidió mi opinión respecto a los crímenes.

No pude hacer otra cosa más que mostrarme de acuerdo con todo París en considerarlos como un misterio insoluble. No veía ningún medio por el cual fuera posible rastrear al asesino.

No debemos juzgar el asunto -dijo Dupin- por esos meros interrogatorios. La policía parisina, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. No hay método en sus procedimientos, más allá del método del momento. Efectúan una amplia exhibición de sus medidas, pero muy frecuentemente estas se revelan tan mal adaptadas a los objetivos propuestos que nos hacen pensar en monsieur Jordain pidiendo un robe-de-chambre, pour mieux entendre la musique. Los resultados alcanzados no dejan de ser a menudo sorprendentes, pero en su mayor parte se consiguen por mera diligencia y actividad. Cuando estas cualidades no se hallan disponibles sus planes fracasan. Vidocq, por ejemplo, era un buen adivinador y un hombre perseverante pero sin pensamiento educado, estaba constantemente a causa de la misma intensidad de sus investigaciones. Veía dificultada su misión manteniendo el objetivo demasiado cerca. Podía ver quizá uno o dos puntos con una inusual claridad, pero al hacer esto perdía necesariamente de vista el asunto como un conjunto. Este es el fallo de ser demasiado profundo. La verdad no siempre está en un pozo. De hecho, en lo que se refiere al conocimiento más importante, creo que la verdad es inevitablemente superficial. La profundidad reside en los valles donde la buscamos, y no en las cimas de las montañas donde se halla. Los modos y orígenes de este tipo de error se hallan bien tipificados en la contemplación de los cuerpos celestes. Mirar a una estrella mediante rápidas miradas, verla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (más susceptibles a las débiles impresiones de la luz que el interior), es contemplar claramente la estrella, es obtener la mejor apreciación de su lustre, un lustre que se hace impreciso de forma exactamente proporcional cuando volvemos nuestra vista directamente hacia ella. Un mayor número de rayos cae realmente sobre el ojo en el último caso, mientras que en el primero hallamos la más refinada capacidad para la percepción. Con una profundidad indebida desconcertamos y debilitamos el pensamiento y es posible incluso Venus desaparezca del firmamento a través de un escrutinio demasiado sostenido, demasiado concentrado o demasiado directo.

Por lo que respecta a estos asesinatos, efectuaremos algunos interrogatorios por nosotros mismos antes de formar ninguna opinión respecto a ellos. Una investigación nos proporcionará un poco de diversión (pensé que era un término extraño, aplicado de este modo pero no dije nada) y, además, Le Bon me hizo en una ocasión un servicio por el que le estoy muy agradecido. Iremos a examinar el lugar con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de policía, y no tendré ninguna dificultad en obtener el permiso necesario.

Se obtuvo el permiso, y nos dirigimos de inmediato a la rue Morgue. Se trata de una de esas miserables callejas que unen la rue Richelieu con la rue Saint-Roch. Era última hora de la tarde cuando la alcanzamos, puesto que este barrio se halla a gran distancia de donde residíamos. Hayamos la casa con facilidad, puesto que todavía había muchas personas contemplando los cerrados postigos, con una curiosidad sin objetivo, desde el lado opuesto de la calle. Era una casa parisina como tantas otras, con un portal de uno de cuyos lados había una garita con un panel corredizo en la ventanilla, lo cual señalaba un loge de concierge. Antes de entrar recorrimos la calle, giramos por un callejón, y luego tras girar de nuevo pasamos a la parte trasera del edificio. Dupin, mientras tanto, no dejaba de investigar todo el vecindario, así como la casa, con una minuciosidad para la que no podía ver ningún objetivo posible.

Regresamos nuestros pasos y volvimos a la parte delantera del edificio, llamamos y, tras mostrar nuestras credenciales fuimos admitidos por los agentes al cargo. Subimos las escaleras y entramos a la habitación donde había sido hallado el cuerpo de mademoiselle L'Espanaye, y donde todavía yacían los dos cadáveres. El desorden de la habitación, como siempre, había sido respetado. No vi nada más allá de lo que ya se había dicho en la Gazette des Tribuneaux. Dupin lo escrutó todo sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Luego fuimos a las otras habitaciones y al patio trasero; un gendarme nos acompañó todo el camino. El examen nos ocupó hasta que se hizo oscuro, y entonces nos fuimos. En nuestro camino a casa mi compañero se detuvo por un momento en la oficina de uno de los diarios.

Ya he dicho que los caprichos de mi amigo eran múltiples, y que je les menageais, frase que no tiene equivalente en nuestro idioma. Ahora no estaba de humor para hablar del tema del asesinato, y no lo hizo hasta el mediodía del día siguiente. Entonces me preguntó, de pronto, si no había observado nada peculiar en la escena de aquella atrocidad.


Continúa...
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