martes, 20 de enero de 2009

La diagonal del ángel (I)

No sé si les pasa pero la vida se me hace un libro que no se puede escribir en borrador. Un libro cuyas páginas, cuando uno las repasa, suelen ser cicatrices y sus letras abundantes lágrimas. Cuando comienza, uno se imagina que el viaje solo será de ida hacia tiempos infinitos y fértiles. Sin embargo, en algún momento del camino, el presagio del regreso nos invade el alma y la melancolía de los tiempos idos golpea -apenas entonces- en la ventana donde solemos mirar el cielo. Los libros forman el cortejo del viaje de ida, una larga escalera por la que nunca acabamos de subir pero ya no nos bajamos de ella aunque intuyamos que no se apoya en ninguna pared ni la sostiene ningún gigante.

No sé si les pasa pero las mareas, cuando las aprendemos a descifrar mecidas por el mar, con sus altas y sus bajas, definen la distancia exacta, entre paciente y resignada, que mide lo inevitable de la espera. Nunca sabremos con certeza si las aguas que se van son las mismas que bañaron nuestros pies, pero finalmente las mareas regresan, lo cual nos concede el alivio que en su repetición talla imperturbable la memoria del vigía, el hábito de la esperanza y de la duda. Con los ojos que miramos la vida nos mira y se sorprende, más ella con nosotros, que nosotros con ella. Eso no fue siempre así, pero sí lo fue -doy fe- mientras el viaje de ida prolongaba la curiosidad y los horizontes se sucedían transmitiendo a nuestros pasos el andar de la eternidad.

Hasta que arribamos a un lugar que nos pareció conocido desde el mismo momento en que acabábamos de llegar. El instante lo tengo dibujado sobre la piel de mis ojos porque desde entonces todo comenzó a ser distinto pero sin dejar de ser igual. Fue cuando la percepción de lo ya vivido me devolvió al tiempo en que la vida bastaba para poderla vivir. Y fue entonces -no antes- que sentí que la muerte se introdujo en mi vida y no me abandonó nunca más.

Continúa...
Juan Antonio Rubbini, La diagonal del ángel

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