jueves, 29 de enero de 2009

La taberna de la Historia (XI)

Lo mágico del primer viaje

Lo de su primer viaje y lo de san Brandano, lo relató así don Cristóbal: tenía yo veinticinco años. Un hombre cabal pero con la idea de ser un predestinado. ¿Cómo pude nadar dos leguas para no ahogarme en el hundimiento de la nave genovesa, si no fue por la ayuda de Dios? ¿Cómo agarrarme al leño de un remo, si no fue porque Jehová me lo puso en la mano? La misma atención que ponían en Lisboa oyéndome aumentaba mi autoridad. Con la geografìa de entonces me embarqué para Inglaterra. Londres, Brístol... Y me tentó Irlanda. San Patricio llevando el cristianismo a la isla verde era el aviso de lo que me estaba reservado con las Indias. A él mil años antes, siendo un niño, se lo robaron los piratas y lo vendieron, esclavo, a unos campesinos de Irlanda. Logró fugarse y volver a su reino. Decidió hacerse esclavo del Señor, regresando a la isla de su cautiverio para difundir el Evangelio... ¿No estaba en mi destino avanzar mucho más allá de Irlanda, y hacer en Japón lo que no pudo Marco Polo?

Y llegué a Islandia, la de los vikingos. Ya no la verdura en primavera, sino rocas negras, nieves, focas, bacalao. La bruma misteriosa y volcanes que han dejado llanuras de lava y cenizas.

Islandia fue libre por siglos, ahora era del rey de Dinamarca. Por ahí pasó Erik el Rojo para avanzar Dios sabe adónde. ¡Quedé cautivo de las leyendas vikingas y solo pensé en los viajes de san Brandano! Tres siglos después de Patricio, Brandano llegó a Islandia y pasó a la isla del paraíso terrenal. Su viaje de siete años por el archipiélago de los prodigios es la más bella imagen del mundo. Él vio la isla del infierno que sobresale del mar como una roca estéril. No se ve en torno ni árbol, ni hoja, ni yerba, ni flor. Ensordece el trabajo sin tregua de los herreros del diablo, al pie del yunque. Al fondo los hornos rojos de fuego. El golpe de los martillos que llena de ruidos la cuenca del mar... Luego, la isla de los árboles que a la oración cantan a coro dulcemente, y baten las alas durante una hora... Lágrimas de compasión y goce brotaban de los frailes que acompañaban al santo oyendo el himno de la gloria: Te decet imnus, Deus Sion et tibi redatur votum in Yerusalem; exaudi orationem meam et clamor ad te veniat...

Cuanto más leía lo de san Brandano, más claro se me iba haciendo el destino de navegar hacia el occidente para llegar al oriente, no ya por entre hielos y rocas desnudas y volcanes, sino acercándome al ecuador. Tiempos admirables de viajes imaginarios, cuando la geografía se sacaba de las vidas de los santos, el milagro remendaba las velas y se hacían naves de cuero. Brandano al terminar la misa, daba la bendición a los navegantes, y les decía: "Dejemos este lugar, sigamos el camino, que Dios, nuestro Señor, gobernará la nave."

¿Qué buscaba, qué encontró san Brandano? ¡El paraíso! Vivíamos en un siglo de resonancias místicas y se viajaba más con la idea de llevar la religión como bandera que ninguna empresa comercial. Esto era patente más en Castilla que en cualquier otro reino. Génova, Venezia, Portugal podían moverse en busca de pimienta, clavos y perlas, y todos teníamos al turco como al enemigo no solo de los cristianos, sino de los cristianos que traficaban con oriente. En Castilla no, con siete siglos de luchas entre moros y cristianos: Castilla con la Virgen, los moros con Mahoma. Cuando hablé de los reyes de Castilla, me sentí regresando a mi primer viaje hacia occidente, sumergido en las delicias de san Brandano, recreando la tierra más preciosa por las cosas maravillosas y graciosas y deleitables, como los bellos y claros y preciosos ríos con sus aguas dulcísimas y frescas y suaves y los árboles de mil maneras cargados de preciosos frutos y las rosas y lirios y flores y violetas y yerbas olorosas... Y pensé en la isla donde los árboles brotaban de la tierra en la mañana y se hundían a la oración de la tarde.... las Islas Afortunadas de que había oído en Génova en la infancia... sería ya no en el frígido mar de Islandia sino en el archipiélago del Japón que descubrí navegando en la Santa María.


Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

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