martes, 27 de enero de 2009

El viejo y el mar (XI)

Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.

-Come un poquito más -dijo-. Come bien.

Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate, pensó. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo? ¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?

-¡Ahora! -dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre sí mismo.

No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose lentamente y el viejo no podía levantarlo una pulgada. Su sedal era fuerte, hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que estaba tan tirante que soltaba gotas de agua. Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua.

El viejo seguía sujetándolo, afincándose contra el banco e inclinándose hacia atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.

El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua pero no había nada que hacer.

-Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta-. Voy a remolque de un pez grande y yo soy la vita de remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia delante y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir hacia abajo. No sé qué si rehunde y muere. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.

Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.

Esto lo matará, pensó el viejo. Alguna vez tendrá que parar. Pero cuatro horas después el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la espalda.

-Eran las doce cuando lo enganché -dijo-. Y todavía no lo he visto una sola vez.

Se había calado fuertemente el sombrero de paja en la cabeza antes de enganchar el pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló, y cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la proa y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga y trató de no pensar: solo aguantar.

Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. Eso no importa, pensó. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana. Todavía quedan dos horas de sol y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres y me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para virar así tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque fuera solo una vez, para saber con quién tengo que vérmelas.



Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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