viernes, 16 de enero de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (II)

La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones del mundo a aquel pequeño país pedregoso. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad priman sobre las circunstancias. El verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas. Las de España se resentían del ocio provinciano. La escuela de Terencio Scauro, en Roma, proporcionaba una enseñanza mediocre sobre las filosofías y los poetas, pero preparaba bastante bien para las vicisitudes de la existencia humana; los maestros ejercían sobre los alumnos un despotismo que yo me avergonzaría de imponer a los hombres; encerrados en los estrechos límites de su saber, cada uno despreciaba a sus colegas que poseían otros conocimientos igualmente estrechos. Aquellos pedantes se desgañitaban disputándose sobre palabras. Las querellas de precedencia, las intrigas, las calumnias, me familiarizaron con lo que debería encontrar más tarde en todos los círculos donde viví; y a ello se agregaba la brutalidad de la infancia. No obstante llegué a querer a algunos de mis maestros, a esas relaciones extrañamente íntimas y extrañamente elusivas que existen entre el profesor y el alumno, y a las Sirenas cantando en lo hondo de una voz cascada que por primera vez nos revela una obra maestra o nos explica una idea nueva. Después de todo, el más grande seductor no es Alcibíades sino Sócrates.

Los métodos de los gramáticos y los rectores eran quizá menos absurdos de lo que yo creía en la época en que yo me hallaba sometido a ellos. La gramática, con su mezcla de regla lógica y de uso arbitrario, propone al joven las primicias de lo que más tarde le ofrecerán las ciencias de la conducta humana, el derecho o la moral, todos los sistemas donde el hombre ha codificado su experiencia instintiva. En cuanto a los ejercicios de retórica, en los que éramos sucesivamente Jerjes y Temístocles, Octavio y Marco Antonio, me embriagaron, me sentí Proteo. Por ellos aprendía a penetrar sucesivamente en el pensamiento de cada hombre, a comprender que cada uno se decide, vive y muere conforme a sus propias leyes. La lectura de los poetas tuvo efectos todavía más transformadores; no estoy seguro de que el descubrimiento del amor sea por fuerza más delicioso que el de la poesía. Me transformé; la iniciación a la muerte no me hará entrar más profundamente en otro mundo que un crepúsculo, dicho por Virgilio. Más tarde preferí la rudeza de Ennio, tan próximo a los orígenes sagrados de la raza, a la sapiente amargura de Lucrecio; a la generosa soltura de Homero antepuse la humilde parsimonia de Hesíodo. Gusté por sobre todo de los poetas más complicados y oscuros, que someten mi pensamiento a una difícil gimnástica; los más recientes o los más antiguos, aquellos que me abren caminos novísimos o aquellos que me ayudan a encontrar las huellas perdidas. Pero por aquel entonces amaba en el arte de los versos lo que toca más de cerca a los sentidos, el metal pulido de Horacio, la blanda carne de Ovidio. Scauro me desesperó al asegurarme que yo no pasaría nunca de ser un poeta mediocre; me faltaban el don y la aplicación. Mucho tiempo creí que se me había engañado; guardo en alguna parte, bajo llave, uno o dos volúmenes de versos amorosos en su mayoría imitaciones de Cátulo. Pero ahora me importa muy poco que mis producciones personales sean o no detestables.

Siempre agradeceré a Scauro que me hiciera estudiar el griego a temprana edad. Aun era un niño cuando por primera vez probé de escribir con el estilo los caracteres de ese alfabeto desconocido; empezaba mi gran extrañamiento, mis grandes viajes y el sentimiento de una elección tan deliberadada y tan involuntaria como el amor. Amé esa lengua por su flexibilidad de cuerpo bien adiestrado, su riqueza de vocabulario donde a cada palabra se siente el contacto directo y variado de las realidades, y porque casi todo lo que los hombres han dicho de mejor lo han dicho en griego. Bien sé que hay otros idiomas; están petrificados o aun les falta nacer. Los sacerdotes egipcios que mostraron sus antiguos símbolos, algunos más que palabras, antiquísimos esfuerzos por clasificar el mundo y las cosas, habla sepulcral de una raza muerta. Durante la guerra contra los judíos, el rabino Josuá me explicó literalmente ciertos textos de esa lengua de sectarios, tan obsesionados por su dios que han desatendido lo humano. En el ejército me familiaricé con el lenguaje de los auxiliares celtas; me acuerdo sobre todo de ciertos cantos... pero las jergas bárbaras valen a lo sumo por las reservas que proporcionan a la palabra, y por todo lo que sin duda expresarán en el porvenir. En cambio el griego tiene tras de él tesoros de experiencia, la del hombre y la del Estado. De los tiranos jonios a los demagogos de Atenas, de la pura austeridad de un Agesilao a los excesos de un Dionisio o de un Demetrio, de la traición de Dimarates a la fidelidad de Filopemen, todo lo que cada uno de nosotros puede intentar para perder a sus semejantes o para servirlos, ha ya sido hecho alguna vez por un griego. Y lo mismo ocurre con nuestras elecciones personales: del cinismo al idealismo, del escepticismo de Pirrón a los sueños sagrados de Pitágoras, nuestras negativas o nuestros asentimientos ya han tenido lugar; nuestros vicios y virtudes cuentan con modelos griegos. Nada iguala la belleza de una inscripción votiva o funeraria latina; esas pocas palabras grabadas en la piedra resumen con majestad impersonal todo lo que el mundo necesita saber de nosotros. Yo he administrado el imperio en latín; mi epitafio será inscrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tíber; pero he pensado y vivido en griego.


Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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