jueves, 22 de enero de 2009

La prisionera (III)

(Continuación)


Pese a todo e incluso independientemente de la cuestión de su oportunidad, creo que Albertine no habría soportado a mi madre, quien había conservado de los tiempos de Combray, de mi tía Leonie, de todas sus parientes, hábitos relativos al orden de los que mi amiga no tenía la menor noción. Habría sido capaz de no cerrar una puerta y, en cambio, habría dejado entrar, cuando una puerta estuviera abierta, tan poco como un un perro o un gato. Así, su encanto un poco incómodo consistía en no estar en casa tanto como una muchacha cuanto como un animal doméstico, que entra en una habitación y sale de ella, que aparece dondequiera que no se lo espere y que iba -cosa que resultaba para mí un motivo de quietud- a echarse en mi cama junto a mí, a hacerse un sitio en ella, del que ya no se movía más, sin molestar, como habría hecho una persona. Sin embargo, acabó por plegarse a mis horas de sueño, a no intentar no solo entrar en mi alcoba sino tampoco hacer ruido antes de que yo hubiese llamado. Fue Francoise quien le impuso aquellas normas. Ésta era de esos sirvientes de Combray que saben el valor de su señor y deben, como mínimo, hacer que les brinde lo que merecen. Cuando un visitante extranjero daba una propina a Francoise para que la repartiera con la chica de la cocina apenas había tenido el donante tiempo de entregar la moneda, cuando ya Francoise -con una rapidez, una discreción y una energía idénticas- había aleccionado a la chica, quien acudía a dar las gracias, no con medias palabras, sino franca, claramente, como Francoise le había dicho que se debía hacer. El cura de Combray no era un genio, pero también él sabía lo que convenía. Bajo su dirección, la hija de unos primos protestantes de la Sra. de Sazerat se había convertido al catolicismo y la familia se había portado perfectamente con él. Se habló de un matrimonio con un noble de Meseglise. Los padres del joven escribieron, para informarse, una carta bastante desdeñosa y en la que había desprecio para el origen protestante. El cura de Combray respondió en tal tono, que el noble de Meseglise, rendido y prosternado, escribió una carta muy diferente, en la que solicitaba, como el favor más precioso su unión con la muchacha.

Francoise no tuvo mérito al conseguir que Albertine respetara mi sueño. Estaba imbuída de la tradición. Ante el silencio que guardó o la respuesta perentoria que dio a una propuesta de entrar en mi alcoba o mandarla a preguntarme algo que debía de haber formulado inocentemente Albertine, y ésta comprendió con estupor que se encontraba en un mundo extraño, de costumbres desconocidas, reglado por leyes vitales que ni siquiera se podía pensar en infringir. Ya había tenido un primer presentimiento de ello en Balbec, pero en París no intentó siquiera resistirse y esperó con paciencia todas las mañanas a mi llamada por el timbre para atreverse a hacer ruido.

Por lo demás, la educación que le impartió Francoise fue saludable para nuestra propia vieja sirviente, al calmar poco a poco los gemidos que desde el regreso de Balbec no cesaba de lanzar, pues en el momento de montar en el tren-tranvía se había dado cuenta de que había olvidado despedirse del "ama de llaves" del hotel, persona bigotuda que vigilaba los pisos y que apenas conocía a Francoise, pero había estado relativamente educada con ella. Francoise quería a toda costa dar media vuelta, bajar del tren-tranvía, volver al hotel, despedirse del ama de llave y partir al día siguiente. La prudencia y mi horror súbito de Balbec me impidieron concederle aquel favor pero, a consecuencia de ello, había contraído un malhumor enfermizo y febril que el cambio de aires no había bastado para disipar y se prolongaba en París, pues, según el código de Francoise tal como aparece ilustrado en los bajorrelieves de Saint-André-des-Champs, no está prohibido desear la muerte de un enemigo, asestársela incluso, pero es horrible no comportarse como Dios manda, no corresponder a una cortesía, no despedirse antes de partir, como una auténtica grosera de un ama de llaves de piso. Durante todo el viaje, el recuerdo, a cada momento renovado, de que no se había despedido de aquella mujer, había hecho subir a las mejillas de Francoise un bermellón que podía espantar y, si se negó a comer y a beber hasta llegar a París, tal vez fuera porque aquel recuerdo le hacía sentir un "peso" de verdad "en el estómago" (cada clase social tiene su patología) más aún que para castigarnos.

Entre los motivos por los que mi madre me enviaba todos los días una carta -y en la que, además, nunca faltaba alguna cita de Mme. de Sevigné-, figuraba el recuerdo de mi abuela. Mi madre me escribía: "La Sra. de Sazerat nos ha dado uno de esos desayunos que solo ella sabe preparar y que, como habría dicho tu pobre abuela, citando a Mme. de Sevigné, nos privan de la soledad sin brindarnos la sociedad". En mis primeras respuestas, cometí la tontería de escribir a mi madre: "Por esas citas, tu madre te reconocería al instante", lo que me valió, tres días después esta nota: "Pobre hijo mío, si era para hablarme de mi madre invocas muy inoportunamente a Mme. de Sevigné. Esta te habría respondido como lo hizo a Mme. de Grignan: "Entonces, ¿no era nada de usted? yo creía que eran parientes".

Entretanto oía los pasos de mi amiga, que salía de su alcoba o entraba en ella. Tocaba el timbre, pues era la hora en que iba a venir Andrée con el conductor, amigo de Morel y prestado por los Verdurín, a buscar a Albertine. Yo había hablado a ésta de la lejana posibilidad de casarnos, pero nunca lo había hecho oficialmente; ella misma, por discreción, cuando yo había dicho: "No sé, pero tal vez fuera posible", había movido la cabeza con una sonrisa melancólica y había dicho: "¡Qué va! No lo sería", lo que significaba: "Soy demasiado pobre". Y entonces, al tiempo que decía: "Nada es menos seguro", cuando se trataba de proyectos futuros, en el momento hacía yo todo lo posible para distraerla, volverle la vida agradable, con lo que tal vez procurara también, inconscientemente, hacer que desease casarse conmigo. Ella misma se reía de todo aquel lujo. "La madre de Andrée es la que pondría mala cara al verme convertida en una señora rica como ella, lo que ella llama una señora que tiene "caballos, coches, cuadros". ¡Cómo! ¿Nunca te había contado que decía eso? ¡Oh! ¡Tiene gracia! Lo que me extraña es que eleve los cuadros a la dignidad de los caballos y los coches".

Pues más adelante veremos que, pese a los estúpidos hábitos de habla que había conservado, Albertine se había desarrollado asombrosamente, cosa que me era del todo igual, pues las superioridades intelectuales de una mujer siempre me han interesado tan poco, que, si las he comentado a una o a otra, ha sido por pura cortesía. Sólo el curioso genio de Céleste me habría gustado tal vez. A regañadientes sonreía yo unos instantes, cuando, por ejemplo, aprovechando que se había enterado de que Albertine no estaba, me abordaba con estas palabras: "¡ Divinidad del cielo depositada en mi cama!". Yo decía: "Pero, bueno, Céleste, por qué "divinidad del cielo"?. "Oh, si cree usted que tiene algo en común con los que viajan por nuestra vil Tierra, ¡se equivoca pero bien!". "Pero, ¿por qué depositada en una cama" Como ve usted perfectamente, estoy acostado. "Usted nunca está acostado. ¿Acaso se ha visto jamás a una persona acostada así? Ha venido usted a posarse ahí. Su pijama, en este momento tan blanco, con sus movimientos del cuello, le da el aire de una paloma."



Continúa...

Marcel Proust, La prisionera

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