sábado, 17 de enero de 2009

"La literatura torna la vida más inteligible y soportable, más vivible"

17 de enero de 2009
Recomendaciones literarias
Por Juan Carlos Botero
El Espectador, de Bogotá


Muchas veces me hab preguntado, como sucedió a raíz de mi columna de la semana pasada, qué libros recomiendo leer.

La pregunta es casi imposible de responder, porque depende de los gustos e intereses de cada uno. En todo caso, siempre he sentido que los libros tienen vida propia y que respiran en los estantes. Por eso, cuando uno los abre, revelan su magia. Entonces el lector ingresa en mundos donde no hay simulacro de vida sino vida misma, reordenada y vuelta significativa. Y por eso las bibliotecas generan cierta calidez, pues en los anaqueles amanece o cae el sol, ejércitos chocan, las guerras estallan, una paz se firma, alguien ríe o llora, y los amantes sienten el temblor ante la carne desnuda.


Con una ventaja adicional: cuando se trata de las grandes obras de la literatura, su magia es infalible y nunca se marchita. Gracias a eso, Pedro Páramo siempre cae contra el suelo y se desmorona como un montón de piedras. José Arcadio Buendía, temblando de fiebre, declara en el almuerzo que la tierra es redonda. Hamlet agoniza por el veneno y sabe que el resto es silencio. Sócrates dialoga. Aristóteles reflexiona. Emma Bovary fantasea. Leopoldo Bloom recorre las calles de Dublín mientras su esposa repite sí sí sí. Joseph K. es arrestado sin saber por qué. Raskólnikov toma el hacha y su alma se torna negra. Don Quijote no ve molinos sino gigantes. El emperador Adriano le pide a su alma que ingrese en la muerte con los ojos abiertos. La señora Dalloway compra flores para la cena. Sophie decide. Borges sueña. Marx rescata a Hegel. Freud ilumina el inconsciente. Aquiles otea y divisa las playas de Troya. Odiseo persiste. Proust recuerda.


Eso es lo mejor de la literatura: no que la leemos, sino que la vivimos. No obstante, en esta vida moderna que, como dice Mafalda, tiene más de moderna que de vida, a veces la gente no tiene tiempo para estas obras. Quien no es adicto a la lectura quizá carece de la paciencia para leer a Joyce, o los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, o Ana Karenina de Tolstoi. En ese caso, ¿qué hacer? Por fortuna, existe una opción: la novela corta, la que los franceses llaman nouvelle. Y es un género magnífico.


La novela corta se define como una gran obra en pequeño formato. Tiene el aliento y la trascendencia de una novela grande pero apretada hasta alcanzar una misteriosa redondez, una forma compacta. Uno de los grandes placeres de la vida es concluir un libro, y las novelas cortas ofrecen esa recompensa con facilidad. Además, éstas casi siempre son escritas por maestros en su mejor momento creativo, dueños de su arte y talento en su máxima expresión, y por eso estas obras destilan una calidad inmensa.


Sin ir más lejos, ahí están El oso, de Faulkner. El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Muerte en Venecia, de Thomas Mann. Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexander Solzhenitsyn. El viejo y el mar, de Hemingway. De hombres y ratones, de Steinbeck. Otra vuelta de tuerca, de Henry James. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. El extranjero, de Camus. La metamorfosis, de Kafka. Reencuentro, de Ulhman. El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez. El túnel, de Sábato. La casa grande, de Cepeda Samudio. El último encuentro, de Sándor Márai. El lector, de Schlink. Y tantas, tantas más.


Estos libros comparten la brevedad de su lectura, la belleza de su prosa, el hechizo de su historia y lo mucho que enriquecen. "La literatura intensa y creadora torna la vida más inteligible y soportable, más vivible", anota Mario Vargas Llosa. Y eso lo logran, de sobra, estas pequeñas obras maestras.

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