jueves, 1 de enero de 2009

El viejo y el mar (VIII)

Durante una semana, pensó, he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacoras, y acaso haya un pez grande con ellos.


Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a setenta y cinco y el tercero y el cuarto descendían por el agua azul hasta cien y ciento veinticinco brazas.


Cada sebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar la impresión a ningún pez de que no era algo sabroso y de color apetecible.


El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal del espesor de un lápiz grande, iba enroscada a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.


El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda de la barca y remó suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.


El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua y bien hacia la costa, desplegados a lo largo de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego al levantarse más en el cielo, el pleno mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba hacia abajo y vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la tiniebla del agua. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.


Pero, pensó el viejo, yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero ¿quién sabe? acaso hoy la tenga. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Así, cuando viene la suerte estás dispuesto.


El sol estaba ahora dos horas más alto y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora solo había tres botes a la vista y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.


Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente, pensó. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer puedo verlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso.


Justamente entonces vio una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás y luego siguió girando nuevamente.


-Tiene algo- dijo en voz alta el viejo-. No solo está mirando.


Remó lentamente y con firmeza hacia donde el ave estaba trazando círculos. No se apuró y mantuvo los sedales verticales. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.


El ave se elevó más en el aire y volvió a girar, sus alas inmóviles. Luego picó de súbito y el viejo vio una bandada de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.


-Dorados- dijo en voz alta el viejo-. Dorados grandes.


Montó los remos y sacó un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo de tamaño mediano y lo cebó con una de las sardinas. Lo soltó sobre la borda y luego lo amarró a una argolla a popa. Después volvió a remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua.


Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo y luego salió agitándolas fiera y fútilmente siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que formaban en el agua los dorados grandes siguiendo a los peces fugitivos. Los dorados se abrían paso, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían, moviéndose velozmente, en el lugar donde cayeran los peces voladores. El ave no va a conseguir nada. Los peces voladores son demasiado grandes para ella y van demasiado rápido.


El hombre observó como los peces voladores se impulsaban una y otra vez y los inútiles movimientos del ave. Esa mancha de peces se me ha escapado, pensó. Se están alejando demasiado rápido y van demasiado lejos. Pero acaso coja alguno extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi pez grande tiene que estar en alguna parte.


Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas y la costa era solo una larga línea verde con las lomas de un azul grisáceo al fondo. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violeta. Al bajar la vista vio el color rojo del plancton esparcido en el agua oscura y la extraña luz que ahora daba el sol. Examinó sus sedales y los vio descender rectamente hacia abajo y perderse de vista; y se sintió feliz viendo tanto plancton porque eso significaba que había peces.


La extraña luz que el sol hacía en el agua ahora que estaba más alto, significaba buen tiempo y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del agua no aparecían más que algunos parches de sargazo amarillento requemado por el sol y la redondeada, iridiscente, gelatinosa y violeta de una medusa flotando a poca distancia de la barca. Viraba a un lado para después enderezarse. Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque, sumergidos a una yarda bajo el agua.

-Agua mala- dijo el hombre-. Puta.

Continúa.

Ernest Hemingway, El viejo y el mar.

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