viernes, 9 de enero de 2009

Los crímenes de la rue Morgue (IX)

Había algo en su forma de enfatizar la palabra “peculiar” que me hizo estremecer sin saber porqué.

-No, nada peculiar –dije-; al menos, nada más de lo que leímos en el periódico.

-Me temo que la Gazzette –respondió- no ha penetrado en el inusual horror del asunto. Pero olvidemos las ociosas opiniones de esa publicación. Me parece que este misterio es considerado insoluble por la misma razón por la que debería ser considerado como de fácil solución, me refiero al carácter outré de sus rasgos. La policía está confusa por la aparente ausencia de motivos, no por el asesinato en sí, sino por la atrocidad del crimen. También están desconcertados por la aparente imposibilidad de reconciliar las voces oídas discutiendo con el hecho de que no se descubrió a nadie escaleras arriba excepto a la asesinada mademoiselle L’ Espanaye y que no había ningún medio de salir del lugar sin ser vistos por el grupo que subía. El absoluto desorden de la habitación, el cuerpo metido cabeza abajo en la chimenea, la terrible mutilación del cuerpo de la vieja dama; estas consideraciones junto con las ya mencionadas y otras que no necesito mencionar, han sido suficientes para paralizar los poderes policiales haciendo fracasar por completo la tan alardeada perspicacia de los agentes del gobierno. Han caído en el craso pero común error de confundir lo inusual con lo abstruso. Pero es precisamente a causa de estas desviaciones de lo ordinario que la razón debe hallar su camino en búsqueda de la verdad, si es posible. En las investigaciones como la que ahora estamos realizando, no debería preguntarse tanto “qué ha ocurrido” como “qué ha ocurrido que nunca había ocurrido antes”. De hecho, la facilidad con la cual debo llegar, o he llegado a la solución de este misterio se halla en relación directa con su aparente insolubilidad a los ojos de la policía.

Miré a mi interlocutor con mudo asombro.

-Ahora estoy esperando –prosiguió, mirando hacia la puerta de nuestro apartamento-, ahora estoy esperando a una persona que, aunque no sea el autor de esas carnicerías tiene que estar en alguna medida implicado en su perpetración. Es probable que sea inocente de la peor parte de los crímenes cometidos. Espero tener razón en esta suposición, porque sobre ella construyo mis esperanzas de resolver todo el enigma. Espero que el hombre llegue aquí, a esta habitación, en cualquier momento. Es cierto que puede que no venga; pero las probabilidades son que sí lo hará. Si lo hace, será necesario detenerlo. Aquí hay pistolas y ambos sabemos cómo usarlas cuando se presenta la ocasión.

Tomé las pistolas sin apenas darme cuenta de lo que hacía, o creyendo que lo que había oído mientras Dupin hablaba, era en realidad un soliloquio. Ya he hablado de su actitud abstraída en tales ocasiones. Sus palabras iban dirigidas a mí, pero su voz, aunque fuerte, tenía esa entonación que se emplea comúnmente en hablar con alguien a una gran distancia. Sus ojos, vacíos de expresión, solo miraban la pared.

-El que las voces oídas discutiendo –dijo- por los que subían las escaleras no eran las voces de las dos mujeres quedó completamente probado por las evidencias. Esto elimina cualquier duda acerca de si la vieja dama pudo matar a su hija y luego suicidarse. Hablo de ello principalmente en nombre del método; porque la fuerza de madame L’Espanaye era por completo insuficiente para la tarea de meter el cadáver de su hija chimenea arriba tal como fue hallado; y la naturaleza de las heridas sobre su propia persona elimina enteramente la idea del suicidio. El asesinato pues, fue cometido por terceros, y sus voces fueron las que se oyeron discutiendo. Déjeme señalar ahora no todo lo que han dicho los testigos acerca de esas voces, sino lo que hay de peculiar en esos testimonios. ¿No ha observado usted nada peculiar en ellos?

Señalé que, aunque todos los testigos se mostraban de acuerdo en suponer que la voz más grave era la de un francés, había mucho desacuerdo respecto a la voz más aguda o, como la había calificado un individuo, la más áspera.

-Eso es la evidencia en sí –dijo Dupin-, pero no la peculiaridad de la evidencia. Usted no ha observado nada característico. Pero había algo característico que observar. Los testigos, como señala, se mostraron de acuerdo respecto a la voz más grave; aquí todos fueron unánimes. Pero respecto a la voz más aguda, la peculiaridad no es que se mostraran en desacuerdo, sino que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentaron describirla, cada uno habló de que era la de un extranjero. Cada uno se mostró seguro de que no era la voz de un compatriota suyo. Y cada uno la comparó, no con la voz de un individuo de cualquier nación cuyo idioma conocía, sino al contrario. El francés supone que es la voz de un español, y “hubiera podido distinguir algunas palabras si hubiera estado familiarizado con el español”. El holandés sostiene que era la de un francés; pero descubrimos que “puesto que no habla el francés este testigo fue interrogado mediante un intérprete”. El inglés cree que es la voz de un alemán y “no entiende el alemán”. El español “está seguro” de que era la voz de un inglés, pero tan solo “puede deducirlo por la entonación”, “puesto que no conoce el inglés”. El italiano cree que es la voz de un ruso pero “nunca ha conversado con un nativo de Rusia”. Un segundo francés difiere además con el primero y se muestra seguro de que la voz era la de un italiano pero no conociendo este idioma está, como el español, “convencido por las entonaciones”. Ahora bien ¡uno se pregunta lo extrañamente inusual que tiene que ver en realidad esa voz sobre la que se han pronunciado tantos testimonios, sobre cuyos tonos ni siquiera los habitantes de cinco grandes divisiones lingüísticas europeas pueden reconocer nada familiar! Dirá usted que puede que se tratara de la voz de un asiático. Ni los asiáticos ni los africanos abundan en París pero sin negar esa posibilidad, llamaré ahora su atención sobre tres puntos. La voz es denominada por un testigo como “áspera antes que aguda”. Es representada por otros dos como rápida y desigual. Ninguno de los testigos pudo mencionar ninguna palabra…, ningún sonido parecido a palabras.


Continúa…

Edgar Allan Poe, Los crímenes de la rue Morgue

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