jueves, 1 de enero de 2009

La taberna de la Historia (VIII)

Las dos historias del náufrago
Diego Méndez y Felipa no se habían cruzado jamás, no sabían el uno del otro. Ni siquiera que existían. Pero todo fue llegar al Magallanes y sentarse a conversar como amigos viejos. Cada uno tenía la historia de un naufragio y con el mismo náufrago. Felipa abrió la sesión:
Lisboa era el gran balcón sobre el mar. Estaba llena de cuentos y enredos de navegantes, esclavos, viajes, mercados en tierras lejanas. Cuando había un náufrago todos querían saber de la tragedia. Esta vez fue lo de un encuentro en alta mar, frente a la costa del cabo de San Vicente. Cinco naves genovesas habían salido por el estrecho de Gibraltar hacia Inglaterra y Flandes. Las sorprendieron los corsarios a cañonazos. Los del asalto se adelantaron con hachas, espadas y cuchillos. Los genoveses lanzaron brulotes. Incendio. El fuego pasó de nave a nave. Cuatro genovesas se fueron a pique. Tres de los corsarios... Entre los muy pocos que se salvaron llegó a Lisboa un muchacho alto, pelicolorado, de veinticinco años. Una belleza. Por él lo supe todo. ¡Había algo misterioso en sus silencios y lo del salvamento parecía increíble! Nadó dos leguas agarrado a un remo... Su nave era de Nicolás Spinola, comerciante de los banqueros ricos de Génova. Casi todos sus compañeros se ahogaron. Por él me acerqué a los genoveses de Lisboa. Una colonia grande. Hablaban entre ellos de los turcos, del comercio de Oriente, de Constantinopla...
Era el náufrago fornido y enigmático, cosa que tentaba a las mujeres. Yo le escuchaba... Para hacer corto el cuento nos juntamos y el matrimonio tuvo dos consecuencias: la primera, nuestro hijo Diego; la segunda, la seducción que tuvo en mí su misterio. Yo no era una mujer fabulosa, pero él fue metiéndome dentro de sus fantasías de descubrimientos y viajes. Creo que le gusté. Eramos, los de mi familia, próximos a la corte, a la iglesia, a la gente de influencias. Por mí el náufrago de Génova pudo llegar al rey, al canónigo, a los de la corte. Por el canónigo supo de los mapas y teorías de un maestro florentino que escribía sobre la posibilidad de cruzar el Atlántico. Era una de las invenciones del náufrago. Yo le creía o por lo menos le llevaba la idea. Esa fue la canción de cuna de Diego. Si el rey le hubiese puesto como yo alguna atención, nuestro reino hubiera clavado en la otra orilla la bandera, y no Castilla. Las mujeres tenemos estos presentimientos. Isabel de Castilla sí supo entenderlo, tanto como esta Felipa Munis que no pasó a la historia. Yo no estaba tan cerca de mi rey como Isabel de Castilla de Fernando... Lo único cierto es que fui la madre de Diego y acompañé a Cristóbal hasta el día de mi muerte... Fueron cinco años de su vida. Al encontrarme aquí con usted señor Diego Méndez su nombre me ha hecho recordar a mi hijo por ser usted el amigo mejor que tuvo Cristóbal. Lo que son las cosas del destino: imbuídos los de mi tierra en la grandeza de su escuela de navegantes hicieron que el rey don Juan a Colón el crédito que a Bartolomé Díaz para descubrir el cabo de Buena Esperanza. Lo dejé ir de Lisboa para Cádiz, en cambio Fernando de Aragón con Isabel lo hicieron Almirante del mar con solo oírlo. Y nuestro Diego quedó como si fuera del reino de Castilla...
Méndez abrió la boca: Vea Felipa: el resto de su historia lo sé yo y lo viví. Diego, su hijo, había quedado como paje en la corte de Castilla cuando salimos con el almirante en su cuarto viaje, y él, a todas horas, lo recordaba. Y más cuando naufragamos junto a Jamaica. Porque del segundo naufragio de don Cristóbal si alguien sabe soy yo. Esta historia va de naufragio en naufragio. Cuando yo estaba para morir, el almirante escribió al hijo de usted, doña Felipa, diciéndole: "Muy caro hijo: Diego Méndez partió de aquí lunes III de este mes (era febrero de 1505)..." Después de partido, hablé con Amerigo Vespucci, portador de ésta, el cual va allá llamado sobre cosas de navegación... Voy a contarle, Felipa, lo del segundo naufragio, y verá cómo salieron vivos los náufragos del agua salada que trató de hundirlos.
Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

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