sábado, 31 de enero de 2009

Leyendo un cuento de Edgar Allan Poe

31 de enero de 2009
Leyendo un cuento de Edgar Allan Poe
Por Juan Carlos Botero
El Espectador, Bogotá


NUNCA SOBRA RELEER LOS RELATOS de Edgar Allan Poe, y menos ahora que se cumplen 200 años de su nacimiento.

Tomemos, por ejemplo, La caja oblonga, un cuento clásico del autor. Y es clásico porque cuando Poe lo publicó, en 1844, cinco años antes de morir, él ya estaba en plena madurez como artista y poseía un estilo narrativo claro y un arsenal de temas predilectos. Por eso, al leer este texto, saboreamos las mejores cualidades de uno de los mejores escritores del siglo XIX.

La historia no es compleja. Y ahí radica parte de su encanto. En medio de una aparente normalidad, el narrador evoca lo que le sucedió hace varios años, al viajar en el paquebote ‘Independence’, desde Carolina del Sur hasta Nueva York. Para su sorpresa, entre los pasajeros descubre a su amigo, el pintor Wyatt, quien viaja con su esposa y dos hermanas. Curioso por conocer a la mujer (su amigo le había dicho que era muy bella), se siente defraudado, pues la señora le parece casi vulgar. No obstante, lo más raro es la gran caja que Wyatt lleva a bordo. A pesar del nauseabundo olor que despide la brea con que está escrito el remitente en la tapa, el pintor la guarda en su camarote en vez de enviarla a la bodega. Entonces el narrador se empecina en averiguar el contenido de esa extraña caja.

Poe utiliza el recurso de la primera persona con eficacia: el narrador no lo sabe todo (a diferencia de un narrador omnisciente) sino lo que le consta o sospecha, y así su conocimiento tiene límites. De tal modo, el lector se entera de los hechos al tiempo que el personaje los recuerda. Por suerte, como el narrador posee la curiosidad de un detective, se entera de detalles que un viajero desprevenido no percibiría. Entonces compartimos sus experiencias y también su asombro ante la macabra realidad que se perfila, lentamente, hasta que al final se hace evidente y nos golpea como una bofetada. Con la destreza de un maestro, Poe introduce en esa situación de engañosa normalidad elementos a cuentagotas, datos que primero sólo suenan fuera de lugar, pero después se tornan curiosos, siniestros, y luego desembocan en un desenlace atroz.

En este cuento Poe despliega su formidable talento. Narrado con precisión, atento a los detalles, punteado de bellas imágenes, situaciones que palpitan por su realismo (como el naufragio del paquebote), unido a la sagaz intuición en la psicología de los personajes, y, a lo largo de la historia, una inquietud que va creciendo, como si algo perverso respirara bajo la superficie de las palabras.

De otro lado, en este relato sobresale la exquisitez de su prosa. Algunos dirán que el cuento está fechado, pero en eso también reside su encanto. El personaje narra su vivencia con la elegancia de un caballero, y a través de su mirada vemos las costumbres de entonces: los pasajeros adinerados viajando con un valet, su forma de hablar y los atuendos que delatan su clase social; vemos la vida en cubierta, cómo el narrador devela la doble vida de su amigo, cómo la mente de éste resbala en los predios atroces de la locura, y también el dramático hundimiento del barco.

Uno de los objetivos de Poe era mantener en vilo al lector, deleitarlo con una historia de suspenso y ofrecerle las delicias del terror. Y aquí sentimos su placer al erizarnos los vellos mientras nos brinda una de sus máximas: el tema fundamental del arte es la muerte de la mujer amada. Quizás Faulkner tuvo presente este cuento al escribir su gran relato, Una rosa para Emily. En todo caso, en La caja oblonga paladeamos lo mejor de Poe: sus temas clásicos y su escritura magistral. Y hay pocos placeres más gratos que ése.

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