lunes, 26 de enero de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (III)

Tenía dieciséis años; volvía de un período de aprendizaje en la séptima legión acantonada entonces en el corazón de los Pirineos en una región salvaje de la España Citerior, harto diferente de la parte meridional de la península donde había crecido. Acilio Atiano, mi tutor, creyó oportuno equilibrar mediante el estudio aquellos meses de vida ruda y cacerías salvajes. Sensatamente se dejó persuadir por Scauro y me envió a Atenas como alumno del sofista Iseo, hombre brillante y dotado sobre todo de un raro talento para la improvisación. Atenas me conquistó de inmediato; el colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón, saboreaba por primera vez ese aire intenso, esas conversaciones rápidas, esos vagabundeos en los demorados atardeceres rosados, esa inomparable facilidad para la discusión y la voluptuosidad. Las matemáticas y las artes -investigaciones paralelas- me ocuparon sucesivamente; tuve así ocasión de seguir en Atenas un curso de medicina de Leotiquidas. Me hubiera agradado la profesión de médico; su espíritu no difiere en esencia del que traté de aplicar a mi oficio de emperador. Me apasioné por esa ciencia demasiado próxima a nosotros para no ser incierta, para no estar sujeta a la infatuación y al error, pero a la vez rectificada de continuo por el contacto de lo inmediato, de lo desnudo. Leotiquidas tomaba las cosas en la forma más positiva posible; había elaborado un admirable sistema de reducción de fracturas. Por la tarde nos paseábamos a orillas del mar; aquel hombre universal se preocupaba por la estructura de los caracoles y la composición de los limos marinos. Le faltaban medios experimentales, añoraba los laboratorios y las salas de disección del museo de Alejandría que había frecuentado en su juventud, el choque de las opiniones, la ingeniosa competencia de los hombres. Espíritu seco, me enseñó a preferir las cosas a las palabras, a desconfiar de las fórmulas, a observar más que a juzgar. Aquel áspero griego me enseñó el método.

A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la juventud, y la mía menos que ninguna otra. Considerada en sí misma, esa juventud tan alabada se me presenta la mayoría de las veces como una época mal devastada de la existencia, un período opaco e informe, huyente y frágil. De más está decir que en esta regla he hallado cierto número de excepciones deliciosas, y dos o tres admirables entre las cuales tú, Marco, has sido la más pura. Por lo que a mí se refiere, a los veinte años era poco más o menos lo que soy ahora, pero sin consistencia. No todo en mí era malo pero podía llegar a serlo: lo bueno o lo excelente apuntaban lo peor. Imposible pensar sin ruborizarme en mi ignorancia del mundo que creía conocer, mi impaciencia, esa especie de ambición frívola y avidez grosera. ¿Debo confesarlo? En el seno de la vida estudiosa de Atenas, donde todos los placeres ocupaban su lugar morigeradamente, yo añoraba, si no a Roma misma, la atmósfera del lugar donde continuamente se hacen y deshacen los negocios del mundo, el ruido de poleas y engranajes de la máquina del poder. El reinado de Domiciano llegaba a su fin; mi primo Trajano, que se había cubierto de gloria en las fronteras del Rin, se convertía en hombre popular; la tribu española se afianzaba en Roma. Comparada con ese mundo de acción inmediata, la dulce provincia griega me parecía dormitar en un polvillo de ideas ya respiradas; la pasividad política de los helenos era para mí una forma asaz innoble de renunciación. Mi apetito de poder, de dinero -que entre nosotros suele ser su primera forma- y de gloria, para dar este hermoso nombre apasionado al prurito de oir hablar de nosotros era ya innegable. A él se mezclaba confusamente el sentimiento de que Roma, inferior en tantas cosas, recobraba la ventaja en la familiariedad con los grandes negocios que exigía de sus ciudadanos, por lo menos aquellos de las órdenes senatorial o ecuestre. Había llegado al punto de sentir que la discusión más trivial sobre la importación de trigo de Egipto me hubiera enseñado más sobre el Estado que toda la República de Platón. Ya algunos años atrás, joven romano avezado en la disciplina militar, había creído comprender mejor que mis profesores a los soldados de Leónidas y a los atletas de Píndaro. Abandoné Atenas reseca y rubia, por la ciudad donde hombres envueltos en pesadas togas luchan contra el viento de febrero, donde el lujo y el libertinaje están privados de encanto, pero donde las menores decisiones afectan el destino de una parte del mundo y donde un joven provinciano ávido pero nada obtuso, y que al principio solo creía obedecer a ambiciones bastante groseras, habría de perderlas a medida que las realizaba, aprendiendo a medirse con los hombres y las cosas, a mandar, y lo que al fin de cuentas es menos fútil, a servir.

No todo era bello en este advenimiento de una virtuosa clase media que se establecía en vísperas de un cambio de régimen; la honestidad política ganaba la partida con ayuda de estratagemas asaz turbias. Al poner poco a poco la administración en manos de sus protegidos, el senado cerraba el círculo en torno a Domiciano hasta sofocarlo; quizá los hombres nuevos a los cuales me vinculaban mis lazos de familia no diferían mucho de aquellos a quienes iban a reemplazar; de todas maneras estaban menos manchados por el poder. Los primos y sobrinos de provincia esperaban obtener puestos subalternos, pero se les pedía que los desempeñaran con integridad. También yo recibí mi puesto: fuí nombrado juez del tribunal encargado de litigios sucesorios. Desde esta modesta función asistí a los últimos golpes del duelo a muerte entre Domiciano y Roma. El emperador había perdido pie en la capital, en la que solo se sostenía gracias a contínuas ejecuciones que apresuraban su propio fin; el ejército entero conspiraba para matarlo. No comprendí gran cosa de esta esgrima mucho más fatal que la de las arenas; me contenté con sentir hacia el tirano acorralado el desprecio un tanto arrogante de un alumno de los filósofos. Bien aconsejado por Atiano, desempeñé mi oficio sin ocuparme demasiado de la política.

Aquel año de trabajo no se diferenció mucho de los años de estudio. Ignoraba el derecho, pero tuve la suerte de encontrar como colega en el tribunal a Neracio Prisco, quien consintió en instruirme y siguió siendo mi asesor y mi amigo hasta el día de su muerte. Pertenecía a esa rara familia espiritual que, poseyendo a fondo una especialidad, viéndola por así decirlo desde adentro, y con un punto de vista inaccesible a los profanos, conserva sin embargo el sentido de su valor relativo en el orden de las cosas, y la mide en términos humanos. Más versado que cualquiera de sus contemporáneos en la rutina legal, no vacilaba nunca frente a las innovaciones útiles. Gracias a él pude imponer más tarde ciertas reformas. Pero entonces se imponían otras tareas. Había yo conservado mi acento provinciano; mi primer discurso en el tribunal hizo reir a carcajadas. Aproveché entonces mi frecuentación de los actores que escandalizaban a mi familia; durante los largos meses las lecciones de elocución fueron la más ardua pero la más deliciosa de mis tareas, y el secreto mejor guardado de mi vida. Hasta el libertinaje se convertía en un estudio en aquellos años difíciles. Trataba de ponerme a tono con la juventud dorada de Roma; jamás lo conseguí por entero. Movido por la cobardía propia de esa edad cuya temeridad exclusivamente física se agota en otras cosas, solo a medias me atrevía a confiar en mí mismo, con la esperanza de parecerme a los demás, embotaba o afilaba mi naturaleza.


Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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