viernes, 30 de enero de 2009

Mi testamento filosófico (I)


De cómo un extraño visitante vino a sembrar confusión en mi espíritu

La noche en que morí pasaron extrañas cosas en mi apartamento parisino. Todo comenzó cuando yo agonizaba tranquilamente. Era centenario o me faltaba poco. No sufría, casi no me angustiaba y, mientras me extinguía, pensaba. Pero también esperaba.

Serían las nueve de la noche. Estaba solo en mi habitación. Del otro lado del tabique, mi sobrino Théophile conversaba con Marzena, mi secretaria, ni enfermera, indispensable y polaca. No era interesante lo que decían. Yo los oía sin escuchar. Mi sobrino se inquietaba.

-¡Qué resistencia!

-Parecería que espera algo, o a alguien.

-No es probable. Él siente horror de esperar. ¿Y qué dice?

-Nada. No dice nada. Pero cada vez que alguien entra en la habitación se estremece, entrabre los labios. Luego, de nuevo, cae en el sopor.

-Y esto ya dura once días.

-Escuche, alguien llama. Discúlpeme, voy a abrir. Tal vez sea el médico.

Oí abrir la puerta. Siguió un silencio, por el que comprendí que acaba de entrar aquel que yo esperaba. Ellos tenían ante sí a un hombre elegante, vestido con un traje negro, de unos cincuenta años, bigotes recortados en punta. Yo no lo veía, ¡pero lo había sentido tantas veces! Lo sentía en ese mismo momento paseando sus ojos sobre mi desorden habitual: penumbra, viejos muebles, cuadros dispersos, libros apilados, papeles por todas partes. De pronto, mi sobrino habló:

-¿Usted no es el médico?

-Monsieur Jean Guitton, por favor -respondió entonces el visitante.

-M. Guitton no está en condiciones de recibirlo -dijo Marzena-. ¿Quién es usted?

-Soy el que él espera.

-M. Guitton no espera a nadie.

-Sin embargo, usted dijo lo contrario, hace apenas un minuto.

-¿Cómo sabe que yo he dicho eso?

-Porque soy el que él espera. Vaya a decirle que estoy aquí.

-¿Pero a quién debo anunciar?

-Dígale que su cita ha llegado.

Marzena, estupefacta, empujó la puerta de mi habitación. Yo había cerrado los ojos para tomarme el tiempo de reflexionar. Mientras ella se acercaba a mi cabecera en puntas de pie, escuché a mi sobrino, que había quedado solo con el desconocido.

-¿Hace mucho señor, que conoce a Jean Guitton?

-Desde el año de su nacimiento.

-¡El año de su nacimiento! ¡Pero hace cien años! ¿Qué edad tiene entonces usted?

-De donde yo vengo, los años no cuentan.

-¡Ah! Este... yo soy su sobrino Theopile.

-Lo sé.

-¿Lo sabe? ¿Sin duda nos hemos conocido en la entrega de alguna condecoración?

-No. Usted no me ha visto jamás. Jamás.

-¡Ah! Jamás nos conocimos. Evidentemente. Imagínese lo habría recordado de inmediato. Tanto más por cuanto usted sabe que soy el sobrino de mi tío, y que lo conoce desde mi nacimiento. O más bien desde el suyo. O tal vez del de él. Ya no lo sé. En fin, discúlpeme, tengo que marcharme.
Hasta la vista, señor.

-Nos veremos el viernes, en los Inválidos, allí lo entierran.

-¿Que lo entierran? ¿A quién? ¿A Guitton?

-¿A quién va a ser si no? ¿A Napoleón?

-Discúlpeme, hace diez días que no duermo. Pero, en fin... él no está muerto.

-Mañana, mañana, será la cosa. De aquí a entonces, él y yo tenemos que conversar.

Mientras mi sobrino salía desconcertado, entraba mi secretaria después de recibir mis órdenes.

-M. Guitton va a recibirlo, señor.

-¡Se lo dije! ¿Qué me mira?

-¿Quién es usted?

Él sonrió, se inclinó hacia ella y le deslizó una palabra al oído. Marzena cayó desvanecida en el sofá, y el desconocido, sin mirarla más, entró en mi habitación.

El visitante se sentó familiarmente en el borde de mi cama. Yo estaba acostado, con la cabeza apoyada en una almohada. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Hablaba con cierta dificultad, con voz ronca.

-¿Me esperaba, maestro? -me preguntó.

-Desde hace once días.

-No andaré con rodeos. Adivinará cuál es el objeto de mi visita.

-Desde luego -le respondí-. Se trata de hacerme perder la fe. ¿Cree que estoy en condiciones de sostener una discusión?

-Maestro, su cerebro ha sobrevivido hasta ahora a la ruina de su organismo. ¿Tiene miedo de conversar conmigo?

-Me fatiga hablar. Déjeme.

-Limítese a pensar. Yo leeré en el fondo de su alma.

-Eso no es posible, y usted lo sabe. Soy un santuario en el que usted no puede entrar.

-De acuerdo. Si las fuerzas lo abandonan, no se agote articulando. Conténtese con murmurar. Leeré sus pensamientos más sutiles en los pequeños movimientos de sus labios. Eso sí puede hacerlo. ¿Qué le parece?

-Acepto el procedimiento. De pronto me siento mejor. Tal vez sea la euforia antes del fin. Aprovechémosla para debatir a fondo, por última vez, temas que nos interesan. ¿Quiere llamar a mi enfermera para que me acomode la almohada, por favor?

-Lo haré yo mismo -dijo.

Y así lo hizo. Luego me miró fijamente y preguntó:

-¿Deseaba hablar conmigo, verdad?

-No -respondí. Nunca le he tenido simpatía.

-Sin embargo, me esperaba.

-Sabía que vendría; eso es todo.

-En su opinión, ¿por qué su ángel guardián no me impidió la entrada?

-No lo sé. Pregúntele a él.

-Tal vez porque no existe, sencillamente.

-Si él no existe, usted tampoco existe.

-Bien contestado. Pero puede ser, en efecto, que yo no exista. ¿Suponga que yo desapareciera al instante y lo dejara solo con mis pensamientos? ¡Vería cuán insidiosos son! Usted creería que son los suyos y le costaría mucho más resistirse a ellos.

Y desapareció. Por primera vez en mi vida me asustó la soledad.

-¿Dónde esta usted? ¿Dónde está?

Nadie. Silencio. ¿Era él? ¿Estaba allí? Tal vez lo soñé. ¿Y si fuera una alucinación? ¿Si todo no fuese más que sueño y alucinación? No, no, lo reconozco, éstos son sus pensamientos. Pero qué sé yo si... Me siento lleno de pensamientos que no son los míos, y sin embargo parecen serlo. ¡Mis pensamientos!... que deseo estar en paz, que dentro de unas horas se rasgará el velo, que poseeré a Dios, que Él se entregará a mí, que ese será el fin de este combate, la victoria, la vida. ¡Ah! ¡Pensamientos verdaderamente cristianos! ¿Quién tiene, entonces, esta noche el poder de hacerme sentir vacío? ¿Quién me desconcierta? ¡Pobre Guitton, viejo imbécil. Has jugado y perdido! Te has creído tan inteligente como ese farsante de Pascal; tienes los bolsillos vacíos como él. En pocas horas ya no existirás. Apenas una bella estatua de filósofo, hecha en cera, endurecida en el transcurso de una ceremonia. Te tomarán fotografías para la tapa de Match, con el rosario entre tus dedos helados, indicio de tus ilusiones, residuo de tu temor a la nada, última mentira de lo que tú llamas tu fe. Se herrumbrará en los humores de tu desintegración. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

Me estremecí de horror ante esa risa que parecía venir de mí, y que, sin embargo, no venía de mí. Pregunté:

-¿Quién ríe de ese modo?

-Tú mismo -parecí responderme-. Ríes de haberte mentido toda la vida. Eres demasiado inteligente para no darte cuenta, pero ya no tienen fuerzas para seguir representando esa comedia. Te estructuraste así, mi pobre amigo. Entonces tú defendiste tu estructura de pequeño niño, de pequeño cristiano, de pequeño esclavo. Nunca tuviste el poder de osar. Desaprendiste demasiado a morder el fruto, a ver brillar la belleza pagana, a taparle la boca al Señor y a escupir hacia el silencio del cielo. Te faltó todo, lo perdiste todo, estás desnudo y mañana estarás podrido.

-Está yendo demasiado lejos, querido amigo. Ahora estoy seguro de que está aquí porque imita mal mis pensamientos. Mil veces en mi vida he pensado que podía equivocarme pero nunca hice semejante pathos. Si realmente yo estuviese convencido de todo lo que usted dice, no haría historias porque ya no tendría ninguna importancia y, por otra parte, nunca la habría tenido. Además, es poner el arado delante de los bueyes discutir primero la cuestión de la inortalidad del alma. Si quiere que conversemos, deje de hacerse el adolescente nietzschesiano o el vampiro burlesco y compórtese como un individuo racional.

Cuando hube hablado así, reapareció el desconocido.


Continúa...
Jean Guitton, Mi testamento filosófico

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