sábado, 10 de enero de 2009

La prisionera (II)

Otras veces permanecía acostado soñando todo el tiempo que deseara, pues el personal de servicio había recibido la orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que hubiera yo tocado el timbre, cosa que –por la incomodidad que entrañaba la colocación de la perilla eléctrica por encima de mi cama- requería tanto tiempo, que con frecuencia, harto de intentar alcanzarla y contento de estar solo permanecía unos instantes casi dormido de nuevo. No es que yo fuera totalmente indiferente a la estancia de Albertine entre nosotros. Su separación de sus amigos lograba librar a mi corazón de nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una inmovilidad casi total, que lo ayudarían a curar pero, en definitiva, aquella calma que me procuraba mi amiga más que una alegría era un lenitivo del sufrimiento. No es que no me permitiera experimentar muchas alegrías de las que el dolor intenso me había privado pero, lejos de debérselas a Albertine, quien, por lo demás apenas me parecía ya hermosa y con la cual me aburría, a la que tenía la clara sensación de haber dejado de amar, las saboreaba, al contrario, cuando Albertine no estaba a mi lado. Por eso, para comenzar la mañana no mandaba a llamarla enseguida, sobre todo si hacía bueno. Durante unos instantes –y sabiendo que me hacía más feliz que ella-, permanecía a solas con el personajito interior, que saludaba cantando al sol y del que ya he hablado. De los que componen nuestra individualidad, los que nos resultan más esenciales no son los más patentes. En mí, cuando la enfermedad haya acabado derribándolos uno tras otro, quedarían aún dos o tres que tendrían la vida más dura que los demás, en particular cierto filósofo que solo es feliz cuando ha descubierto –entre dos obras, entre dos sensaciones- un rasgo en común, pero a veces me he preguntado si no sería el último de todos el hombrecillo muy parecido a otro que el óptico de Combray había colocado tras su escaparate para indicar el tiempo que hacía y que, tras quitarse la capucha en cuanto hacía sol volvía a ponérsela si volvía a llover. De este hombrecillo conozco el egoísmo, ya puedo sufrir un ataque de sofoco que solo calmaría la llegada de la lluvia, que a él lo trae sin cuidado y ante las primeras gotas tan impacientemente esperadas, pierde la alegría y vuelve a ponerse la capucha con mal humor. En cambio, estoy convencido, de que, en el momento de mi agonía, cuando todos los demás “yoes” estén muertos, si llega a brillar un rayo de sol, el personajito barométrico se sentirá –mientras yo lance mi último suspiro- muy a gusto y se sacará la capucha para cantar: “¡Ah!” por fin hace bueno.
Llamaba yo con el timbre a Francoise. Abría Le Figaró. Buscaba y comprobaba que no figurara en él un artículo –o supuestamente tal- que había yo enviado a ese periódico y no era otra cosa que la página recientemente recuperada –y un poco modificada- escrita en tiempos en el coche del señor Percepied, al contemplar los campanarios de Marinville. Después leía la carta de mi madre: le parecía extraño, chocante, que una joven viviera sola conmigo. El primer día, en el momento de abandonar Balbec, cuando mi madre me había visto tan desdichado y le había preocupado dejarme solo, tal vez se hubiera alegrado, al enterarse que Albertine partía con nosotros y al ver que, junto a nuestras maletas –aquellas junto a las cuales había pasado yo la noche en el hotel de Balbec llorando-, habían cargado en el tren-tranvía las de Albertine, estrechas y negras que me habían parecido con forma de ataúdes y me habían dejado dubitativo sobre si con ellas entraría en mi casa la vida o la muerte, pero yo ni siquiera me lo había preguntado, presa como era de la alegría –en la mañana resplandeciente después del espanto de permanecer en Balbec- de llevar conmigo a Albertine. Ahora bien, aunque al principio mi madre no se había mostrado hostil a ese proyecto –y hablaba, amable, a mi amiga, como una madre cuyo hijo acaba de ser gravemente herido y se muestra agradecida para con la joven amante que lo cuida con abnegación-, había llegado a serlo a partir del momento en que se había realizado completamente y se prolongaba en nuestra casa la estancia de la joven y, además, en ausencia de mis padres. Sin embargo, no puedo decir que mi madre no manifestara nunca aquella hostilidad. Ahora –como en el pasado, cuando había dejado de atreverse a reprocharme mi nerviosismo, mi pereza- vacilaba –cosa que tal vez yo no adivinara del todo en el momento o no quisiera adivinar - a la hora de arriesgarse –expresando algunas reservas a la joven con que, según le había dicho yo, iba a prometerme- a ensombrecer mi vida, de volverme más adelante menos afecto a mi esposa, de sembrar tal vez –para cuando ella misma hubiera desaparecido- el remordimiento de haberla hecho sufrir al casarme con Albertine. Mi madre prefería que pareciese aprobar una elección de la que no podría –tenía la sensación- hacerme desdecirme, pero todos los que vieron en aquella época me dijeron que a su dolor de haber perdido a su madre se sumaba una expresión de perpetua preocupación. Aquella tensión mental, aquella discusión interior, daban a mi madre un gran calor en las sienes por lo que abría constantemente las ventanas para refrescarse, pero ninguna decisión lograba adoptar por miedo a “influirme” en sentido negativo y menoscabar la que creía mi felicidad. Ni siquiera podía adoptar la de impedirme mantener provisionalmente a Albertine en casa. No quería mostrarse más severa que la sra. Bontemps, a quien ante todo incumbía aquel asunto y no le parecía improcedente, cosa que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso, lamentaba haberse visto obligada a dejarnos a los dos solos al marcharse hasta aquel momento a Combray, donde podía ser que hubiera de permanecer –y de hecho, así fue- muchos meses durante los cuales mi tía abuela la necesitó sin cesar, de noche y de día. Allí todo le resultó fácil gracias a la bondad, a la abnegación, de Legrandin, quien, sin escatimar esfuerzo alguno por grande que fuera, aplazó de semana en semana su regreso a París pese a conocer poco a mi tía, simplemente –primero- porque había sido amiga de su madre y –segundo- porque notó que la enferma incurable apreciaba sus atenciones y no podía prescindir de él. El esnobismo es una enfermedad grave del alma pero localizada y que no la estropea del todo. Sin embargo, yo, al contrario que mi madre, estaba muy contento de su traslado a Combray, sin el cual habría temido –por no haber podido decir a Albertine que la ocultara- que descubriera su amistad con la srta. Veinteuille, cosa que habría sido para mi madre un obstáculo absoluto no solo a un matrimonio del que, por lo demás, me había pedido que no hablara aún definitivamente a mi amiga, pero que cada vez me resultaba más intolerable plantearme, sino también a que esta pasara un tiempo en casa. Salvo una razón tan grave y que no conocía mi madre, en virtud del doble efecto de la imitación edificante y liberadora de mi abuela, admiradora de George Sand y que concebía la virtud como nobleza del corazón y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, se mostraba ahora indulgente con mujeres para con cuya conducta habría estado severa en tiempos o incluso en el presente, si hubieran sido amigas suyas burguesas de París o de Combray, pero cuya hermosa alma yo le encomiaba y a las cuales perdonaba mucho porque me apreciaban.


Continúa…
Marcel Proust, La prisionera

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