jueves, 8 de enero de 2009

El viejo y el mar (IX)

Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en sus movimientos a la deriva. Eran inmunes a su veneno, pero el hombre no, y cuando algunos de los filamentos se enredaban en el sedal y permanecían allí viscosos y violetas mientras el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y escoriaciones en los brazos y manos como los que producen el guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y como latigazos.

Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar y el viejo gozaba como se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se le acercaban por delante, luego cerraban los ojos de modo que, con su caparacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. Al viejo le gustaba ver a las tortugas comérselas y le gustaba caminar sobre ellas en la playa después de una tormenta y oírlas reventar al pisarlas con los pies callosos.

Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad y su gran valor y sentía un amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas caguamas, amarillentas en su carapacho, extrañas en sus copulaciones, y comiendo muy contentas las aguas malas con sus ojos cerrados.

No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado muchos años en barcos tortugueros. Les tenía lástima; lástima hasta a los grandes baúles, que eran tan largos como la barca y pesaban una tonelada. Por lo general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una tortuga sigue latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo pensaba: también yo tengo un corazón así y mis pies y mis manos son como los suyos. Se comía sus blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de mayo para estar fuerte en septiembre y salir en busca de los peces verdaderamente grandes.

También tomaba diariamente una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del tanque que había en la barraca donde muchos de los pescadores guardaban su aparejo. Estaba allí, para todos los pescadores que lo quisieran. La mayoría de los pescadores detestaban su sabor. Pero no era peor que levantarse a las horas en que se levantaban y era muy bueno contra todos los catarros y gripes y era bueno para los ojos.

Ahora el viejo alzó la vista y vio que el ave estaba girando de nuevo en el aire.

-Ha encontrado peces -dijo en voz alta.

Ningún pez volador rompía la superficie y no había dispersión de peces de carnada. Pero mientras el viejo miraba un pequeño bonito se levantó en el aire, giró y cayó de cabeza en el agua. El bonito emitió unos destellos de plata al sol y después que hubo vuelto al agua, otro y otro más levantaron y estaban brincando en todas las direcciones, batiendo el agua y dando largos saltos detrás de sus presas, cercándolas, espantándolas.

Si no van demasiado rápido, los alcanzaré, pensó el viejo, y vio la bandada batiendo el agua, blanqueando por la espuma y ahora el ave picaba y buceaba en busca de los peces, forzados a subir a la superficie por el pánico.

-El ave es una gran ayuda -dijo el viejo.

Justamente entonces el sedal de popa se tensó bajo su pie, en el punto donde había guardado un rollo de sedal, y soltó los remos y tanteó el sedal qué fuerza tenían los tirones del pequeño bonito; y sujetando firmemente el sedal, empezó a levantarlo. El retemblor iba en aumento y según tiraba y pudo ver en el agua el lomo azul del pez, y el otro de sus costados, antes de levantarlo sobre la borda y echarlo en la barca. Quedó tendido a popa, al sol compacto y en forma de bala, sus grandes ojos sin inteligencia mirando fijamente mientras dejaba su vida contra la tablazón de la barca con rápidos y temblorosos golpes de su cola. El viejo le pegó en la cabeza para que no siguiera sufriendo y le dio una patada. El cuerpo del pez temblaba todavía a la sombra de la popa.

-Albacora - dijo en voz alta-. Hará una linda carnada. Debe pesar diez libras.

No recordaba cuanto tiempo hacía que había empezado a hablar todo en voz alta cuando no tenía nadie con quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba solo, cantaba; a veces, de noche, cuando hacía un guardia al timón de las chalupas y los tortugueros, cantaba también.

Probablemente había empezado a hablar en voz alta cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando él y el muchacho pescaban juntos, generalmente hablaban únicamente cuando era necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar y el viejo siempre lo había considerado así y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera mortificar.

-Si los otros me oyeran hablar en voz alta creerían que estoy loco -dijo en voz alta-. Pero, puesto que no estoy loco no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del béisbol.

Esta no es hora de pensar en el béisbol, se dijo. Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a ese banco, pensó. Solo he cogido una albacora extraviada de las que estaban comiendo. Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo que yo no conozco?


Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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